Germán Cáceres, o el arte de imaginar advertencias


Nada más a propósito del tema de la última novela de Germán Cáceres (Avellaneda, 1938): Pesadilla galáctica, reciente ganadora del premio Qilqana de Novela Juvenil, en Lima (Perú), que el verso de José María Castiñeira de Dios presente en su poema "Cántico al Gran Jubileo (2000)" con la interrogación por si "¿No habrá cruzado el hombre los límites del hombre que le diste al crearlo?". Y es que el género de la ciencia ficción, o ficción científica, viene mutando en otro que puede llamarse de anticipación científica. Un género inquietante y con fuerte carga distópica al ser confrontado con las utópicas fantasías de otros tiempos, apasionantes sí, pero no amenazadoras precisamente por entenderlas en su momento improbables sino imposibles; como que las clásicas premoniciones de Julio Verne fueron sólo verificadas a varias décadas de ser imaginadas. Género perturbador este otro en cambio, de tomar nota que toda posibilidad técnica está a la vuelta de la esquina y que quizá, lo que suponemos alucinaciones literarias han sido ya concretadas en alguna parte.

Lo más sobrecogedor en los relatos de este tipo lo constituye el advertir nuestra contemporaneidad con sus argumentos, de lo que da cuenta en Pesadilla galáctica el interactuar humano con otros elementos, elevados a la categoría de personajes de la trama y no de actuación en una realidad virtual siéndolo en cambio en un terreno muy vital. Desfilan así engañadores por antropomorfos robots programados para seducir y tener sentimientos incluso amorosos, pero también crueles, entre otros logros o, mejor, desatinos, a centímetros de verificarse debido al desarrollo de la inteligencia artificial.

Ciencia sin ética

La cuestión alarma más todavía al tomar nota que el principal protagonista masculino: el estudiante Héctor, es hábil en "hackear" cuentas de correos electrónicos, bien que dejando a salvo que lo hace con el loable fin de desbaratar la conjura de aquellos androides cada vez más autónomos de sus creadores: una logia de científicos ajenos a la ética y como tales carentes de los cargos de conciencia y ese "algo de horror", que al menos en el poema de Borges tuvo el Rabino Löw de Praga frente a la visión del Golem. Es decir que aquí los seres de carne y hueso y los autómatas producto de la tecnología se encuentran y desencuentran, se persiguen y los últimos disimulan su condición artificial, entre un universo de redes y programas informáticos fácilmente al alcance de la curiosidad y de las manos en un "vale todo" que descalabra el más elemental orden social.

Esta novela breve y agilizada con diálogos fluidos trasporta entre dosis crecientes de suspenso a una geografía fantasmal del porteño barrio de Las Cañitas, para admitir con Paul Eluard que "hay otros mundos, pero están en este". Y lo peor es que muy cerca ¿o dentro? del nuestro.

Mechada con elementos costumbristas que no han de distender a los lectores al avanzar por los breves capítulos, insinúa el relator omnisciente la ambigüedad de los gimnasios como propicio campo de "levante", al tiempo que destaca la antedicha habilidad para el ejercicio de la tecnología de los jóvenes protagonistas. Igualmente con visión psicológica y sociológica retrata el actual prejuicio generacional hacia los mayores, evidente cuando alguno de los adolescentes habla de "un tipo pasado de moda que piensa como mis abuelos". O que a otro: "Le llamó la atención que entre los uniformados hubiera un hombre vestido de civil que daba órdenes: era un viejo de unos cincuenta y cinco años, gordo, de movimientos lentos."

Todo comienza al anticiparse en los primeros párrafos el clima enrarecido que crecerá al avanzar la lectura, con las noticias de cierta leyenda urbana desparramada por el vecindario de aquel sector de Palermo sobre presuntos ritos satánicos practicados en el colegio Mary Shelley. (Y nada casual es el nombre imaginado, como tampoco lo es la referencia en la página 14 a la cancha de River Plate y a El Eternauta, al cerro Uritorco en la 25, a Isaac Asimov en la 26 y menos todavía el epígrafe inicial de H. P. Lovecraft).

Después se sucederán crímenes y hay una pesquisa en la cual, siguiendo la mejor tradición de cierta literatura policial intervienen no solamente policías. ¿Busca este libro audaz entretener y nada más, sin erigirse en cruzado contra las posibles malignidades de una supertecnología imparable e irreversible? "Ignoramus".

Novela lineal que no apela a ningún cambio de tiempo, Pesadilla galáctica trascurre en un presente empinado hacia un futuro estremecedor por inminente, al que por instinto de conservación física y mental nadie quisiera proyectarse y que sin embargo acecha al ser humano de hoy como la fiera a su presa.

Si San Agustín intuía con vértigo de eternidad en las Confesiones que su alma "medía", desde su connatural inmortalidad, los tiempos pretéritos y venideros, al negar hoy con filosofías monistas materialistas el soplo divino y al violarlo mediante las prácticas consumistas y hedonistas del capitalismo, resulta fácil perderse en el transcurso de otros monstruosos calendarios capaces de resaltar, por ejemplo, las fechas macabras del crematístico ensañamiento terapéutico o de la criopreservación del cuerpo humano en una espeluznante caricatura de la perpetuidad.

Sin embargo puede recuperarse el sentido mismo de la existencia de asumir aquel "status viatoris" que dijera Pieper; y ello tras una empresa, en estos tiempos y en los que se avecinan más que perentoria: el predominio del ser humano sobre sus nuevas y desafiantes torres de Babel. No para detener el progreso, sino para servirse de él sin utilizarlo en detrimento o como sustitución de las relaciones interpersonales. Será connatural a esa marcha restauradora de valores y trascendencias, el ejercicio de una de las potencias del espíritu: el amor con sus ritos celebratorios a rastrear en la intensidad con que Adán exclamó frente al Creador su gratitud por haberle concedido alguien "hueso de mis huesos y carne de mi carne". Y en semejanza y completitud la "ayuda" en Génesis 2, 21-22.

Se nos antoja esa la moraleja humanista a extraer de esta obra del laureado cuentista, novelista, ensayista, comediógrafo, reconocido estudioso y cultor del cómic y miembro de número de la Academia Argentina de Literatura Infantil y Juvenil, Germán Cáceres; la que no por casualidad epiloga con un beso y mejor todavía con el aplauso de sus testigos en un bar. Una escena -que es de desear- bien podría dejar recalculando "ad infinitum" a las computadoras y los robots.

Carlos María Romero Sosa
Diario La Prensa, domingo 22 de mayo de 2022

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