Una petición a la reina de Inglaterra

Hartford, 6 de noviembre de 1887

Señora: Usted recordará que, en el mes de mayo del corriente año, el señor Eduardo Bright, empleado de la Oficina de Rentas Internas, me escribió hablándome de un impuesto que, según él, yo le debía al Gobierno con motivo de unos libros míos publicados en Londres, esto es, de un impuesto a la renta sobre los derechos de autor.


No conozco al señor Bright y me resulta embarazoso mantener correspondencia con extraños, porque me he criado en el campo y he vivido siempre allí, al principio en el distrito de Marion, Missouri, antes de la guerra y últimamente en el distrito de Hartford, Connecticut, cerca de Bloomfield y a unos doce kilómetros de este lado de Farmington, aunque algunos dicen que son catorce, lo cual es imposible, porque he recorrido a pie esa distancia muchas veces en un tiempo muy inferior a tres horas y el general Hawley dice que lo ha he¬cho en dos horas y cuarto, lo cual es improbable. De modo que me ha parecido preferible escribirle a Su Majestad. Es cierto que no conozco a Su Majestad personalmente, pero sí conozco al alcalde de Londres; y si el resto de la familia es como él, es simplemente justo que se la llame real. Y es asimismo evidente que, en un asunto de familia como éste, lo mejor que puedo hacer en favor de mi situación es presentársele con franqueza al propio jefe de la familia. También conocí al príncipe de Gales en el otoño de 1873, pero no en forma familiar, sino completamente extraoficial, por lo casual, y que fue, desde luego, una sorpresa para ambos. Yo estaba en la calle Oxford, en el preciso lugar donde se pasa de Oxford a Regent Circus, y cuando el príncipe apareció por un lado del círculo a la cabeza de un desfile, yo me alejaba del otro lado en el imperial de un autobús. El príncipe me recordará, sin duda, a causa de la levita gris con bolsillos colgantes que usaba yo, ya que yo era el único pasajero del autobús que lucía semejante levita. Yo lo recuerdo a él, desde luego, con la misma facilidad con que recordaría un cometa. El príncipe tenía un aspecto muy orgulloso y satisfecho, lo que esto no es de extrañar, ya que tiene un excelente empleo. Y en cierta oportunidad visité a Su Majestad, pero su Majestad había salido.

Pero esto no importa, son cosas que le pueden pasar a cualquiera. De todos modos, me he apartado un poco de lo que estaba diciendo. Las cosas ocurrieron así. El joven Bright les escribió a mis editores de Londres, Chatto y Windus -sus oficinas están a la izquierda conforme se baja por Piccadilly, una manzana y media, poco más o menos, después de pasar por el music-hall de actores cómicos negros-, les escribió, decía, manifestándoles que debían pagar el impuesto a la renta sobre los derechos de varios autores extranjeros, a saber “Miss De la Ramé (Ouida), el doctor Oliver Wendell Holmes, el señor Francis Bret Harte y el señor Mark Twain”. Pues bien: el señor Chatto apartó al joven Bright de los otros y trató de apartarlo de mí, pero en este caso fracasó. De modo que el joven Bright me escribió a mí. Y no sólo eso, sino que me envió un documento impreso del tamaño de un periódico para que yo estampara mi firma en diversos sitios. Se trata de un documento que, cuanto más se estudia, más le so¬cava a uno el terreno que pisa y más inseguro le hace parecer todo, y por ello, estando en esas condiciones y sin ser verdaderamente responsable de mis actos, le escribí al señor Chatto que pagara el impuesto y lo cargara en mi cuenta. Desde luego, yo creía que se trataba de pagar solamente el impuesto de un año y que el impuesto sería tan sólo del uno por ciento, poco más o menos, pero anoche me encontré con el profesor Sloane de Princeton -quizá Su Majestad no lo conozca, pero es probable que lo haya visto de vez en cuando, porque va a Inglaterra a menudo y es un hombre corpulento y muy bien parecido y sumido en cavilaciones, y si Su Majestad advierte en un andén a un hombre así cuando el tren se ha marchado, se trata de él, que se queda generalmente colgado, como todos esos especialistas y demás eruditos, que lo saben todo menos la manera de aplicarlo-, ¡y el profesor dijo que se trataba de un impuesto atrasado durante tres años y no del uno por ciento, sino del dos y medio!

Esto le dio a lo que parecía un asunto de poca monta un nuevo aspecto. Entonces comencé a estudiar de nuevo el documento impreso, para ver si podía encontrar en él algo susceptible de modificar mi situación, y obtuve lo que podría calificarse de éxito lisonjero. Por ejemplo, se inicia así, con urbanidad y cortesía, como lo son siempre los documentos ingleses -no lo digo por oírme hablar a mí mismo, es simplemente un hecho- y es justo consignar ese comienzo:

“Al Sr. Mark Twain: EN CUMPLIMIENTO de las Leyes del Parlamento para el otorgamiento a Su Majestad de los derechos de aduana y beneficios”, etcétera.

Yo no había advertido esto anteriormente. Suponía que aquello iba a manos del Gobierno y por eso le había escrito al Gobierno, pero ahora noté que se trataba de un asunto privado, de un asunto de familia y que las ganancias iban a parar a manos de Su Majestad, no a las del Gobierno. Siempre prefiero tratar con los patrones y me alegro de haber notado esa cláusula. Con un patrón siempre puede llegarse a un entendimiento justo y equitativo, trátese de patatas o de continentes o de cualquiera de esas cosas o de algo completamente distinto, porque la proporción o naturaleza del asunto no altera el hecho. En cambio, por regla general, un subalterno resulta más o menos difícil de contentar. Y, con todo, esto que digo no va dirigido contra ellos, sino todo lo contrario. Los subalternos tienen deberes que cumplir y deben sujetarse a reglas y no se les ha de permitir elasticidad alguna en ese sentido. ¡Si Su Majestad le diera elasticidad al joven Bright -me refiero a dejar las cosas a su arbitrio- cabe suponer que Bright dejaría en la calle a Su Majestad al cabo de dos o tres años! No lo haría con intención de poner en apuros a la familia, pero el resultado sería el mismo. Y bien: estando Bright al margen del asunto, esto no será, por cierto, la cuestión irlandesa. Se ha de solucionar grata y satisfactoriamente para todos nosotros, y cuando esté terminado, Su Majestad quedará conforme con el pueblo norteamericano como lo ha estado durante cincuenta años y, sin duda, ningún monarca puede pedir cosa mejor de un país extranjero. No todos los norteamericanos pagan el impuesto a la renta inglés, pero la mayoría lo harán eventualmente, ya que cada año aparecen pléyades de escritores nuevos, y más de cuatro quintos de la población del Canadá está integrada por norteamericanos ricos, y este número va aumentando.


Ahora bien: otra cosa que he notado en el documento, fue una partida de “Descuento”. Luego hablaré de eso, Majestad. Y otro aspecto es el siguiente: que en el documento no se habla para nada de los escritores. No. Tenemos “Canteras, Minas, Fundiciones, Fuentes de Agua Salada, Minas de Alumbre, Abastecimiento de Agua, Canales, Muelles, Desagues, Nivelaciones, Ferias, Pesquerías, Peajes, Puentes, Ferryboats”, etc., etc..., creo que un metro o un metro y medio de enumeraciones. Sea como fuere una cantidad muy grande. Yo seguí leyendo, cada vez más cerca y más cerca y más cerca del final de la lista, y mis esperanzas crecían al advertir que todo lo existente en Inglaterra, hasta ahí, estaba gravado por su nombre y en detalle, salvo quizá la familia y posiblemente el Parlamento, y con todo, no se mencionaba aún a los escritores. Al parecer se pasaba por alto a éstos. ¡Y por cierto que así era! ¡Mi corazón dio un gran salto! Pero me había apurado en exceso. Al pie había una llamada de puño y letra del señor Bright, que decía: “Usted está gravado de acuerdo con el cuadro D, sección 14”. Miré el lugar indicado y encontré estas tres denominaciones: “Comercios, Oficinas, Fábricas de Gas”.

Desde luego, después de haberlo meditado un momento, las esperanzas resucitaron en mí y luego tuve la certeza: el señor Bright estaba equivocado y, evidentemente, se había desviado del buen camino. Porque el trabajo del escritor no es un comercio, es una inspiración: el escritor no tiene oficina, su aposento está bajo toda la extensión del cielo y dondequiera soplan los vientos y brilla el sol y son libres los seres de Dios. Y bien: dado que no tengo comercio ni oficina, ni estoy sujeto a impuesto de acuerdo con el cuadro la sección 14. Su Majestad verá, pues, que debo pasar ahora a esa otra sección a que me refería, la de los Descuentos, esto es, de los descuentos que pueden hacerse a mi impuesto. El señor Bright dice que los descuentos que puedo solicitar deben limitarse a lo proveído en el párrafo 8, titulado “Deterioro y Desgaste de la Maquinaria o Fábrica”. Esto es curioso y revela cuán lejos ha llegado el señor Bright en el erróneo camino, después de su desacertada partida, porque las oficinas y comercios no tienen fábrica, no tienen maquinaria, jamás se ha oído hablar de tal cosa. Y además, no se deterioran ni desgastan. Su Majestad notará esto y la exactitud de mis palabras. He aquí el párrafo 8:

Monto reclamado con descuento por el valor disminuido en razón del Desgaste y Deterioro, cuando la Maquinaria o Fábrica pertenecen a la Persona o Compañía a cargo de la Empresa o es concedida a dicha Persona o Compañía en forma tal que el Concesionario queda obligado a conservar y entregar la misma en buenas condiciones:
Monto, ₤: _____________

Eso es así, según palabras textuales.

Yo podía contestarle al Selor Bright en la forma siguiente:

“Me enorgullece declarar que mi cerebro es mi fábrica, y no solicito descuento alguno por disminución de valor a causa de deterioro o desgaste, por cuanto aquél no se deteriora ni desgasta, sino que se conserva siempre sólido y entero. Sí, yo podría decirle al señor Bright: mi cerebro es mi fábrica, mi cráneo mi taller, mi mano mi maquinaria y yo soy la persona que dirige la empresa. Ésta no se halla arrendada a nadie, de modo que no hay concesionario alguno obligado a conservar y entregar la misma en buenas condiciones. Eso es”. No pretendo, en manera alguna, exagerar el valor de este argumento y respuesta, escrito así, al correr de la pluma y en que ni una sola de las palabras altera la forma primitiva como lo escribí, Majestad, pero en realidad esto parece pulverizar a ese joven, como Su Majestad misma podrá notarlo. Pero no digo más: me detengo aquí. No acostumbro a perseguir a una persona cuando la he derribado.

Después de haberle demostrado a Su Majestad que no estoy sujeto a impuesto, sino que soy víctima del error de un empleado que confunde la naturaleza de mi comercio, sólo me resta pedir que Su Majestad anule, por justicia, la carta a que me refiero, a fin de que mi editor pueda recuperar ese dinero del impuesto que, en la confusión y extravío causados por dicho documento, le ordené pagar. Su Majestad no echará de menos la suma, pero este año es difícil para los escritores, y en cuanto a conferencias, no sé si Su Majestad habrá visto en alguna ocasión una temporada tan aburrida.

Con grande y creciente respeto, un servidor de Su Majestad queda a sus órdenes.

MARK TWAIN

A Su Majestad la reina, Londres. 

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