El corazón helado
de Almudena Grandes
(Tusquets Editores, S.A., Buenos Aires, 2008, 933 páginas)
Por su estilo esta novela se podría enmarcar en un realismo tributario de Benito Pérez Galdós, sino fuera porque Grandes le ha incorporado procedimientos literarios propios del siglo XX, como el monólogo interior, las fracturas temporales y la intercalación de partes narradas alternadamente en primera y en tercera persona. Y tal vez lo principal, que habla de su oficio, es que las vueltas al pasado y posterior retorno al presente operan en el interior de cada capítulo, como si se tratara de un montaje cinematográfico que estuviera recurriendo a flash backs y flash forwards. La prosa es un primoroso deleite para el lector por la plenitud y potencia de sus imágenes, por la belleza de sus períodos largos y la riqueza de vocabulario. Tanto en el lenguaje como en la estructura de la obra, la autora opta por la amplificación y el énfasis.
Es asombroso cómo logra enumerar copiosos datos históricos con espontánea fluidez, como si surgieran de su imaginación y no de una búsqueda documental. Entre los más interesantes aportes figura el relato de la actuación de la División Azul, formada por grupos falangistas, en el frente del Este, durante la frustrada invasión alemana a la ex URSS; la gesta de los republicanos que combatieron contra el nazismo junto a la resistencia francesa y las aplicación de la insólita Ley de Responsabilidades Políticas (1939), que expropiaba propiedades de los republicanos para cedérseles a los seguidores del franquismo. Y no deja de remarcar con vehemencia cómo las llamadas democracias occidentales y la URSS abandonaron a los republicanos permitiendo que el dictador Francisco Franco consolidara su poder (“La traición es la ley, la única realidad a mi alcance”, se lamenta el personaje Ignacio Fernández Muñoz).
La novela gira en torno a dos familias, una representada por el citado Ignacio Fernández Muñoz, idealista embanderado en el bando republicano y que debió exiliarse en Francia, y la otra, por Julio Carrión González, un tipo acomodaticio, que termina encumbrándose realizando prósperos —y delictivos— negocios inmobiliarios bajo la protección del régimen de Franco. Cuando el empresario fallece, a su entierro asiste, inesperadamente, Raquel Fernández Perea, nieta de Ignacio, donde conoce a Álvaro Carrión, hijo de Julio, cuyo mutuo enamoramiento desata el conflicto.
La capacidad fabulatoria de la autora parece interminable y se sumerge en el vastísimo árbol genealógico de las dos familias, que se relacionaron desde sus bisabuelos hasta la actualidad recorriendo meandros que obligan a una lectura atenta y puntillosa. Aparecen incontables y sustanciosas tramas inmersas en ese período histórico, en las cuales abundan los amores, pero también las traiciones, las tragedias y las derrotas. Recorrer esos árboles y las vidas que enlazaron resulta estimulante, y generan un suspenso equiparable al de los mejores thrillers.
Pero Almudena Grandes prueba también poseer una impresionante sabiduría de la vida, y así asombra la solvencia con que se adentra en la psicología de sus numerosas criaturas mediante diálogos hondos y convincentes —cargados verosimilitud— y descripciones precisas de sus estados de ánimo.
Es, ante todo, una novela de personajes —el lector llega a desear tomar parte en sus decisiones—, aunque el fondo histórico sea fundamental para ubicarla en la misma línea seguida por otros escritores españoles contemporáneos que abordaron el tema de la Guerra Civil, como el relato “La lengua de las mariposas” —incluido en Qué me quieres, amor (1996), de Manuel Rivas—, y las novelas El lápiz del carpintero (1999), del mismo autor, y Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas. O, quizás, sea más atinado hablar de una inmersión en la compleja red de las relaciones familiares, con sus odios, cariños, ocultamientos, envidias y celos (“Julio y yo siempre fuimos de mamá, y de vosotros tres, él siempre te quiso más a ti, después a Angélica, y Rafa…¡Pobre Rafa!”). Un hallazgo es la breve y sagaz pintura —en las últimas páginas de la novela y sólo a través de mínimos diálogos— del duro carácter de la madre de Álvaro, una mujer implacable cuyo corazón se ha encallecido después de apoyar durante años los actos inescrupulosos de su marido.
Una obra a veces dice cosas que el creador no se propuso, y todo parecería indicar que no estaba en los planes de Grandes registrar —o tal vez sí— un estilo de vida tan frívolo y vacío como el que desarrolla la sociedad madrileña, atrapada por el consumismo, el exceso de alcohol, el apego incondicional por vestir bien y la infidelidad entendida como recurso para escapar al hastío de la rutina diaria. Habría que pensar si esta actitud evasiva no es una de las tantas rémoras que dejó el franquismo.
Incluso un personaje noble, valiente y preparado como Álvaro no escapa a esta mediocridad. Debe destacarse que en la exposición del auténtico romance que mantiene con Raquel, se despliegan metáforas y símiles que deslumbran por su originalidad y belleza, pero a la vez la autora le concede demasiadas páginas e incurre en varias reiteraciones, como si intentara demostrar que dentro de tanto espanto es posible que surja el amor, numen salvador de la especie humana.
La novela concluye con una frase amarga y contundente: “Sólo una historia española, de esas que lo echan todo a perder”.
Germán Cáceres
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