Arrancad las semillas, fusilad a los niños

La luz que entraba por un agujero de la puerta iluminó el rostro gris de mi hermano, sucio de grasa y de cenizas. Me miró. Sus ojos pardos, lustrosos como grosellas, aún tenían trazas de las lágrimas y el miedo.

-¿Cómo te sientes? -dije.

Se relamió los labios, que inmediatamente recuperaron el color y la tersura habituales.

-Tengo frío.

-¿Por qué no te pones el capote? -le pregunté, y rodeé con mi brazo sus hombros temblorosos.

-Se lo dejé a ese chaval, porque tenía frío- dijo, y volvió la cabeza para señalar al muerto.

-¿Todo el día?

-Sí.

-Ahora ya no le sirve para nada -le dije, enfadado-. Ve a buscarlo.

-Bueno -respondió, pero no se movió y bajó la vista.

-Voy por él -dije, y me levanté. Mi hermano me siguió, como si temiera que lo dejara atrás.

Para quitarle el capote verde de mi hermano, tuve que mover sin contemplaciones el pesado cuerpo del muerto. Cuando se lo quité por fin, el cadáver estaba boca abajo, y sentí clavarse en mí los ojos de mis compañeros. Pero no tenía otra opción.

El capote olía a fruta podrida rápidamente por la actividad de productos químicos, no por la prolongada acción de las bacterias; olía a putrefacción inorgánica.

Con el capote sobre los hombros, pero sin arrebujarse en él, como si temiera que contaminara su cuerpO desmedrado, mi hermano se inclinó a contemplar la cara del difunto, blanca como la cera, y se echó a llorar.

-¡Éramos amigos, éramos amigos! -repetía con voz entrecortada por los sollozos.

De pie detrás de él, contemplé la cara de piel tersa como la corteza de una naranja, con los ojos oscuros y sin vida, ahora abiertos de par en par, del camarada que había realizado aquel largo viaje con nosotros. Las lágrimas rodaron por mis mejillas y cayeron sobre los hombros de mi hermano.

Lo cogí por los sobacos, lo levanté y, arrancándolo de la contemplación del rostro pálido, con los ojos muy abiertos, de nuestro camarada muerto, lo hice volver al rincón situado al otro lado de la estancia. Incluso después de sentarnos allí, entre nuestros compañeros, mi hermano seguía sollozando entrecortadamente, lo que reavivaba la pena de nuestros corazones.

Arrancad las semillas, fusilad a los niños, de Kenzaburo Oé

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