Muere Elliot Erwitt, el fotógrafo de los niños y los perros
El artista estadounidense, discípulo de Cartier-Bresson y vinculado a la agencia Magnum durante seis décadas, deja una obra en blanco y negro que ha entrado en los museos.
Sin llegar a la socarronería de Martin Parr y sus populares escenas de turismo de masas, el fotógrafo estadounidense Elliot Erwitt plasmó en su obra el humor y el absurdo cotidianos con ironía, pero también la emoción y el amor, al margen de que fueran perennes o fugaces. Heredero de la mejor escuela en blanco y negro, esa raigambre que viene de Herbert List y que en los ochenta coronó a una generación entera (Irving Penn, Helmut Newton, Richard Avedon, el propio Erwitt), definió el modo de plasmar un mundo en movimiento, de ahí que sus imágenes parezcan en algunos casos en volandas. Erwitt destacó especialmente retratando a niños y a perros, seres especialmente inquietos y las criaturas que, como recomendó en su día Hitchcock -y luego repitiera Bertolucci-, más conviene mantener alejadas de las cámaras.
“La belleza de la fotografía está en su capacidad de detener el tiempo”, dijo. Su tiempo se acabó este miércoles, a los 95 años, en su domicilio de Manhattan, rodeado de su familia. Su muerte fue anunciada por la agencia Magnum, a la que perteneció durante más de seis décadas, llegando a dirigirla en los años sesenta. Reconocido fotoperiodista, pero también fotógrafo comercial, dijo también algo que describe a la perfección su obra: “Para que una fotografía sea buena debe tener equilibrio, forma y fondo. Pero para ser muy buena también debe tener una magia indefinible”. Casi todas sus instantáneas tienen la impronta de la fugacidad. Porque Elliot Erwitt perfeccionó lo que su maestro, Henri Cartier-Bresson, consideraba clave de una buena fotografía, el “instante decisivo”, el momento justo, aun sin saber, jamás, que el resultado estuviese a la altura de las expectativas. El dedo presto en el disparador para percibir lo extraordinario en lo ordinario y fijar para siempre esa milésima de segundo.
Defensor a ultranza de la película en blanco y negro hasta bien entrada la era de la fotografía digital, armado siempre con sus Rolleiflex y Leica, Erwitt compatibilizó una doble carrera como periodista y como artista. Empezó a colaborar en la década de los cincuenta en Magnum, la agencia de fotoperiodismo fundada por Cartier-Bresson y otro mentor, Robert Capa, así como con revistas populares de la época, como Life, Newsweek, Collier’s y Look. El país recién salido de la guerra, entregado al optimismo hasta patentar el american way of life, desfiló por delante de su objetivo comercial, el que le permitía vivir y pagar las facturas. Pero a las sesiones siempre llevaba otra cámara, la del artista. Al primer trabajo, lo llamaba “obediencia creativa”, tarea que cumplía con oficio para poder desarrollar su pulsión artística. Esa dualidad se retroalimentó hasta que su consagración como fotógrafo le permitió decantarse por la creación, no sólo por la recreación de lo que veía.
“Elliott ha conseguido un milagro”, declaró Cartier-Bresson al diario The Guardian en 2003, “trabajando [a la vez] en campañas comerciales y ofreciendo un ramillete de fotos robadas [de esas mismas sesiones] con un sabor especial, una sonrisa de su yo más profundo”.
“La belleza de la fotografía está en su capacidad de detener el tiempo”, dijo. Su tiempo se acabó este miércoles, a los 95 años, en su domicilio de Manhattan, rodeado de su familia. Su muerte fue anunciada por la agencia Magnum, a la que perteneció durante más de seis décadas, llegando a dirigirla en los años sesenta. Reconocido fotoperiodista, pero también fotógrafo comercial, dijo también algo que describe a la perfección su obra: “Para que una fotografía sea buena debe tener equilibrio, forma y fondo. Pero para ser muy buena también debe tener una magia indefinible”. Casi todas sus instantáneas tienen la impronta de la fugacidad. Porque Elliot Erwitt perfeccionó lo que su maestro, Henri Cartier-Bresson, consideraba clave de una buena fotografía, el “instante decisivo”, el momento justo, aun sin saber, jamás, que el resultado estuviese a la altura de las expectativas. El dedo presto en el disparador para percibir lo extraordinario en lo ordinario y fijar para siempre esa milésima de segundo.
Defensor a ultranza de la película en blanco y negro hasta bien entrada la era de la fotografía digital, armado siempre con sus Rolleiflex y Leica, Erwitt compatibilizó una doble carrera como periodista y como artista. Empezó a colaborar en la década de los cincuenta en Magnum, la agencia de fotoperiodismo fundada por Cartier-Bresson y otro mentor, Robert Capa, así como con revistas populares de la época, como Life, Newsweek, Collier’s y Look. El país recién salido de la guerra, entregado al optimismo hasta patentar el american way of life, desfiló por delante de su objetivo comercial, el que le permitía vivir y pagar las facturas. Pero a las sesiones siempre llevaba otra cámara, la del artista. Al primer trabajo, lo llamaba “obediencia creativa”, tarea que cumplía con oficio para poder desarrollar su pulsión artística. Esa dualidad se retroalimentó hasta que su consagración como fotógrafo le permitió decantarse por la creación, no sólo por la recreación de lo que veía.
“Elliott ha conseguido un milagro”, declaró Cartier-Bresson al diario The Guardian en 2003, “trabajando [a la vez] en campañas comerciales y ofreciendo un ramillete de fotos robadas [de esas mismas sesiones] con un sabor especial, una sonrisa de su yo más profundo”.
Fascinado por los perros, aunque también autor de un maravilloso retrato femenino con gato (Lucienne and cat, de 1953), los retrató en escenarios inverosímiles, muchas veces suplantando los humores de los humanos: perros perplejos, inquisidores, melancólicos, cascarrabias, insolentes. Uno de ellos se pasea por la playa de Deauville en temporada baja como una alegoría de la soledad; otro mira despreocupadamente hacia el fotógrafo desde el asiento del conductor de un Renault, en una calle de París. Porque Erwitt fue uno de los grandes de la fotografía estadounidense, pero también inmortalizó el París de los tópicos: el niño francés con boina, sobre una bicicleta, entre su padre y dos baguettes. O la grácil pirueta de un hombre con paraguas recortándose sobre el fondo de la torre Eiffel mientras una pareja se besa. Besos, como niños y perros, fueron motivos constantes en su obra. A los cánidos les dedicó tres libros monográficos: Son of Bitch (Hijo de perra o hijo de puta), To the Dogs (A los perros) y Woof, la onomatopeya inglesa para el ladrido.
El artista que consagró el carisma de Castro y del Che
Definir a Elliot Erwitt como un fotoperiodista con una doble vida artística sería limitar la grandeza de su obra. Por delante de su cámara pasaron Frank Sinatra, Muhammad Ali y Simone de Beauvoir. Sus retratos de 1964 del líder cubano Fidel Castro y del icono Che Guevara pavoneándose por las calles de La Habana consagraron definitivamente el carisma de ambos. “Fidel Castro era muy fotogénico, una especie de cowboy”, contó después. “Una persona interesante, obviamente, y muy hablador. Fue extraordinario reunirlos en la misma habitación. Estaban dispuestos a dejarse fotografiar, era bastante fácil. Es mucho más fácil fotografiar a las estrellas que no hacerlo”.
De otras estrellas más mundanas también mostró el lado menos conocido. A Marilyn Monroe la bajó del pedestal de Hollywood para mostrarla simplemente como la aplicada estudiante de un guion; a Jacqueline Kennedy, clamorosamente sola entre la multitud tras el entierro de su esposo, con la bandera que cubría el féretro doblada en sus manos. Erwitt fue fotógrafo oficial de la Casa Blanca durante la presidencia del demócrata asesinado en Dallas hace ahora 60 años.
Aunque viajó por medio mundo, incluida la Unión Soviética de Nikita Jrushov, el universo creativo de Erwitt empezaba y terminaba en su casa. Una de sus fotos más celebradas, un claroscuro con grano de 1953, muestra a su esposa, Lucienne, mientras mira con arrobo a Ellen, su bebé de seis días, dormida en la cama, mientras un gato vela a los pies de la criatura (una variación de la citada Lucienne and cat). El propio autor la definió sencillamente como “una foto de familia de mi primer hijo, mi primera mujer y mi gato”, pero se convirtió en una de las más vendidas de su carrera, tanto que “permitió que varios de mis hijos fueran a la universidad”, declaró en una entrevista. Su hija Shasha fue este miércoles la encargada de comunicar que su padre había detenido definitivamente el tiempo, aquello que persiguió toda su vida con la cámara.
María Antonia Sánchez-Vallejo
Diario El País, España, 30 de noviembre de 2023
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