El placer del miedo, por Alfred Hitchcock

Supongo que la mejor manera de comenzar un artículo sobre el placer del miedo sería probando que una cosa así existe. ¿Puede ser placentero el miedo? ¿O incluso agradable? Hace poco conversé sobre esto con un viejo amigo.



“El miedo”, me dijo, “es la menos placentera de todas las emociones. Sentí miedo cuando era niño y, después, en ambas guerras. No quiero que mis hijos lo sientan jamás. Creo que puede llegar a ser posible, si yo tengo voz y voto, que vivan todas sus vidas sin siquiera conocer el significado de la palabra”.

“Pero”, le dije, “¡qué perspectiva más terrible!”. Mi amigo me miró extrañado. “Lo digo en serio”, continué. “Los chicos nunca podrán subirse a una montaña rusa o escalar una montaña, o pasear a la medianoche por un cementerio. Y cuando crezcan” –mi amigo es un campeón de la motonáutica–, “no podrán ni sentarse en una lancha motora”.

“¿De qué estás hablando?”, me preguntó, francamente ofendido.

“Bueno, tomemos las carreras de lanchas, por ejemplo. Seamos honestos: ¿me dirás que lo que sientes, cuando te acercas demasiado a un poste o navegas en aguas bravas, con una lancha al lado y otra enfrente, no es miedo? ¿Vas a negar que un día en el agua sin miedo, sin esa sensación escalofriante cuando se te paran los pelos de la nuca, no sería más que un fracaso rotundo? Me parece que pagas muchísimo dinero al año sólo para sentir miedo. ¿Por qué se lo quieres negar a tus hijos?”.

“Nunca lo había pensado de ese modo”, me dijo. Y no lo había hecho.

Muy pocas personas lo hacen. Por eso, que yo afirme, con la más absoluta sinceridad, que todos los días millones de personas pagan sumas extraordinarias de dinero y hasta sufren grandes dificultades simplemente para disfrutar del miedo parece algo paradójico. No obstante, no es una exageración. Los empleados de las ferias dirán que las atracciones que convocan a la mayor cantidad de gente son aquellas que suscitan más miedo. Es más que obvio que el jugador de polo, el jinete de carreras de obstáculos, el corredor de carreras de lanchas y el cazador de zorros realizan estas actividades por la emoción que sólo el peligro puede provocar. El niño que camina por una cuerda floja o que anda en puntas de pie por encima de una cerca de madera sólo está buscando sentir miedo, al igual que el corredor de autos, el alpinista y el cazador.

Y eso es solamente el comienzo. Para cada persona que sale en busca del miedo en un sentido real o personal, millones lo buscan de forma indirecta, en el teatro y en el cine. En auditorios oscuros, se identifican con los personajes ficticios que sienten miedo y sienten, ellos mismos, esas sensaciones (el pulso acelerado, la palma seca y húmeda, etc.), pero sin pagar el precio. Que el precio no tenga que pagarse –de hecho, que no deba pagarse– es el factor importante. Pensemos, por ejemplo, en una de las situaciones clásicas que genera miedo: la legendaria, aunque ahora tristemente obsoleta, sierra circular que se acerca a la heroína atada y amordazada. Si este contratiempo angustiante fuera a existir en la vida real, la experiencia emocional de la chica indefensa sería todo menos agradable. Hasta el simple hecho de ver a una persona real en semejante situación sería sumamente desagradable. La matrona de clase media que mira –con los ojos casi fuera de órbita, presa de una emoción extática– cómo la hoja cinematográfica se acerca al cuello cinematográfico, sin duda alguna caería muerta si se encontrara ante un problema parecido en su hogar. Pero ¿por qué, entones, lo disfruta en una película?

Precisamente, porque no pagará el precio, y lo sabe. La sierra nunca alcanzará el deseado objetivo. El argumento puede sugerir (y, en efecto, debería de hacerlo) que el rescate de la heroína es absolutamente imposible. Pero, en lo más profundo de su subconsciente, el espectador tiene la certeza, engendrada por la asistencia a obras dramáticas similares, que lo absolutamente imposible sucederá. El héroe, a pesar de que nos acaban de mostrar que yace inconsciente en el fondo de un pozo, rodeado de serpientes de cascabel, aceite hirviendo y el olor de amargas almendras, aparecerá a tiempo para detener la sierra y atrapar al villano. O la sierra dejará de funcionar. O resultará que el villano se olvidó negligentemente de afilarla o, si es una sierra eléctrica, de pagar la factura. Teman y no teman: esa es la esencia del melodrama. Teman: es posible que la sierra descuartice a la ingenua. No teman: no va a pasar.

El miedo en el cine es mi campo de especialización y he clasificado –quizá de un modo algo dogmático, pero por una buena razón– el miedo cinematográfico en dos categorías generales: terror y suspenso. La diferencia entre ambos tipos es parecida a la diferencia que existe entre una bomba volante y un cohete V-2.

Quienes hayan vivido ataques de ambas bombas entenderán claramente la distinción. La bomba volante emite un sonido como el de un motor fuera de borda, y el traqueteo que desprende mientras cruza el aire sirve de aviso de su llegada inminente. Cuando el motor se detiene, la bomba inicia su descenso y, en breve, explotará. Los momentos entre que se escucha por primera vez el motor hasta que suena la explosión final son momentos de suspenso. El V-2, por otro lado, no produce sonido alguno hasta el momento de la explosión. Cualquiera que haya escuchado un V-2, y haya sobrevivido, ha experimentado terror.

Otro ejemplo, que la mayoría de nosotros ha vivido, aclara aun más la distinción. Al caminar por una calle mal iluminada por la madrugada, sin nadie a la vista, es posible que la mente le juegue una mala pasada a cualquiera. El silencio, la soledad y la penumbra pueden sentar las bases para que surja el temor. De repente, una forma oscura se lanza frente al caminante solitario. Terror. No importa que la forma sea una rama que se agita, un periódico levantado por una ráfaga de viento o, sencillamente, una sombra extraña que de improviso salta a la vista. Sea lo que sea, produce su momento de terror.

Es posible que el mismo caminante, en la misma calle, no suela sentir miedo. El sonido de pasos detrás de él puede provocar que primero sienta curiosidad; luego, ansiedad; y, por último, temor. El caminante se detiene, no se escuchan los pasos; el ritmo cardíaco se acelera, así como el tempo de los finos sonidos que brotan de la noche. Suspenso. ¿El eco de sus propios pasos? Seguramente. Pero suspenso.

En la pantalla, el terror es causado por la sorpresa; el suspenso, por los “avisos previos”. Supongamos, para aclarar todo esto, que nuestro argumento trata de una mujer casada que vive en Manhattan y que está envuelta en un lío amoroso con un joven granuja. El joven se percata de que el marido de su enamorada está en Detroit en un viaje de negocios y, de inmediato, se dirige al departamento de la dama. Los dos están ahí, llevando a cabo todas las actividades comprometedoras que permitan los censores. De pronto, la puerta se abre de par en par. Ahí está el esposo enfurecido, con una pistola en la mano. Consecuencia directa: terror. No hay ningún tipo de suspenso en la secuencia, ya que los amantes nunca dieron ninguna pista sobre la posibilidad de que el marido pudiera estar cerca y el público, que se identifica con ellos, comparte su conmoción ante la llegada.

Ahora bien, ¿cómo podríamos representar ese episodio si quisiéramos crear suspenso en lugar de terror? Recuerden nuestra regla: terror mediante sorpresa, suspenso mediante avisos previos. Entonces, comenzamos con los dos amantes en la habitación del hotel. Por medio de los fragmentos de conversación menos personales, nos enteramos de que piensan que el marido está en Detroit. Luego vemos al esposo, que desciende de un avión. Pero ¿qué es esto? ¡No es Detroit, sino Nueva York! Para quienes no conocen los dos aeropuertos, incorporamos una mirada significativa a alguna señal identificativa en el aeropuerto o, tal vez incluso mejor, a la patente del taxi mientras el marido da la dirección del hotel.

Volvemos a los dos amantes. Observen que, en este relato, el público no se puede identificar con ellos, ya que sabe lo que ambos ignoran: el esposo está de camino y los puede agarrar. Pero el público tampoco se puede identificar con el marido, porque sabe que el pobre tipo sólo sospecha que su esposa le es infiel. Ahora pasamos de una escena a otra entre los amantes y el marido. Ellos continúan haciendo el amor. El esposo baja del taxi. El joven se endereza la corbata y se prepara para irse. El esposo empieza a subir por las escaleras. ¿Llegará a tiempo? ¿Podrá escapar el joven? ¿Qué pasará si no lo logra? Estas son las preguntas que se hace el público y, ya sea que llegue o no a tiempo el marido, se ha creado una situación de suspenso.

A partir de lo anterior, resulta evidente que el suspenso y el terror no pueden coexistir. El nivel de sorpresa (o de terror) ante la eventual materialización del peligro indicado es proporcional al conocimiento que tenga el público de la amenaza o del peligro que corren las personas que está mirando (es decir, al grado de suspenso creado). Esto supone un lindo problema para el director y para el escritor de una película. ¿Es mejor disminuir el terror para realzar el suspenso? ¿O es mejor eliminar todo el suspenso y hacer que la sorpresa sea completa, que el terror sea igual de sobrecogedor para el público como lo es para los participantes ficticios?

Por lo general, el dilema del terror-suspenso se resuelve mediante una solución intermedia. Hay varias situaciones en una película; lo normal (y, en mi opinión, lo mejor) es hacer que la mayoría de las situaciones tengan suspenso y, unas cuantas, terror. De hecho, el suspenso se disfruta más que el terror, porque es una experiencia continua y va in crescendo, mientras que el terror, para ser verdaderamente eficaz, debe aparecer de golpe, como un rayo y, por lo tanto, es más difícil de saborear.

Sin embargo, existe un conflicto en el cine donde el miedo es el elemento principal y no admite concesiones. Es el conflicto entre la validez del argumento y de las situaciones y la garantía implícita dada al público de que no “pagará el precio” del miedo. Para el empleado de una montaña rusa es un problema sencillo; significa que, a pesar de que la atracción debe parecer lo más aterradora posible, en realidad debe ser completamente segura. La agradable sensación de miedo que se siente en una montaña rusa cuando el coche se acerca a una curva cerrada dejaría de existir si pensáramos de verdad por un momento que el coche podría derrapar. El público de una película está, por supuesto, seguro desde ese punto de vista. Aunque se utilicen cuchillos y armas en la pantalla, el público sabe que nadie les va a disparar o apuñalar. Pero el público también debe saber que los personajes de la película, con quienes se identifica profundamente, no pagarán el precio del miedo. Este conocimiento debe ser del todo subconsciente; el espectador debe saber que los miembros de la red de espionaje no lograrán tirar a Madeleine Carroll del Puente de Londres y, además, se debe lograr que el espectador olvide lo que sabe. Si no supiera, se preocuparía de verdad; si no se olvidara, se aburriría.

Todo esto significa lo siguiente: a medida que aumenta la simpatía de los espectadores por el personaje, aquellos suponen que se teje una especie de “capa invisible” para proteger a quien la lleve. Una vez que se establecen del todo las afinidades y se termina de elaborar la capa, no es justo –según la opinión del público y de muchos críticos– violar la capa y darle un fin nefasto a quien la use. Hice esto una vez, en una película llamada Sabotaje. Uno de los personajes era un niño pequeño, que propiciaba que el público se enamorara de él. Hice que el niño saliera a caminar por Londres con, según él, una lata de película bajo el brazo, pero el público sabía de sobra que en realidad contenía una bomba de tiempo. En este contexto, la capa protege al chico de la detonación prematura de la bomba. De todas formas lo hice volar por los aires, junto con varios otros pasajeros del autobús en el que estaba viajando.

Ahora bien, ese episodio de Sabotaje fue una negación directa de la capa invisible protectora que llevan los personajes con quienes nos identificamos en las películas. Además, dado que el público era consciente de que la lata contenía una bomba, a diferencia del niño, haber permitido que la bomba explotara fue una violación de la regla que prohíbe la combinación directa del suspenso y del terror, o de avisos previos y de sorpresa. Si el público no hubiera sabido qué escondía la lata, la explosión hubiera sido una sorpresa absoluta. Como resultado de una suerte de atontamiento emocional provocado por una conmoción de este tipo, creo que los espectadores no se habrían indignado tanto. Sin embargo, el público –y también los críticos– opinaron por unanimidad que tendría que haber sido yo el que viajaba en el asiento a la par del chico, preferentemente en el que dejó la bomba.

En Hitchcock por Hitchcock, ensayos y entrevistas.

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