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El Hombre de Acero siempre vuelve, y a raíz de un nuevo renacimiento cinematográfico, proyectaremos la ya clásica versión con Christopher Reeve, a 35 años de su estreno. Presentará un erudito en la materia como Germán Cáceres (autor de Charlando con Superman), en una función especial del Cineclub La Rosa que se llevará a cabo el sábado 6 de julio a las 19:30 horas en Austria 2154, con entrada libre y colaboración voluntaria.


Sábado 6 de julio - 19:30 horas
SUPERMAN: LA PELÍCULA
(Superman: The Movie, Gran Bretaña, 1978, color, 143 minutos)
Dirección: Richard Donner.
Elenco: Christopher Reeve, Marlon Brando, Gene Hackman, Ned Beatty, Jackie Cooper, Glenn Ford, Trevor Howard, Margot Kidder, Jack O'Halloran, Valerie Perrine, Maria Schell y Terence Stamp.

El científico Jor-El intenta convencer al consejo directivo de Krypton que un cataclismo se cierne sobre el planeta y que terminará por destruirlo. En vista de la falta de respuesta, decide lanzar una nave espacial justo antes que el planeta explote. En su interior viaja su hijo, Kal-El, único sobreviviente de la masacre.

La nave aterriza en la Tierra, y el niño es adoptado por unos granjeros, el matrimonio Kent, que lo adoptan como propio y le inculcan los mejores valores humanos. No pasa mucho tiempo antes de que el muchacho comience a exhibir facultades sobrehumanas, como una fuerza descomunal y habilidades especiales, fruto de la exposición al Sol de nuestro sistema solar.


Ya adulto, Kal-El -ahora convertido en Clark Kent- se insertará en el mundo humano adulto como un periodista de un periódico de Metrópolis. Y cuando la ocasión lo amerita, se transforma en Superman, un superhombre guiado por la causa del bien y dispuesto a salvar vidas humanas.

Pronto Superman deberá enfrentarse con los planes del despiadado Lex Luthor, que planea explotar dos bombas atómicas en la falla de San Andrés - que terminará por provocar el hundimiento de California en el océano - para valuar a precios exhorbitantes las tierras que ha adquirido en zonas alejadas de la costa, y transformarlas en una riviera de lujo.



En junio de 1938 se editaba el primer número de Action Comics, donde aparecía la creación del escritor estadounidense Jerry Siegel y el artista canadiense Joe Shuster, Superman. A 75 años, y con un nuevo renacimiento del personaje en la pantalla grande, proyectaremos la ya clásica versión de Richard Donner, con el inconfundible Christopher Reeve, de la que también se celebran 35 años.

Presenta Germán Cáceres
Germán Cáceres publicó cuatro ensayos sobre historietas, entre los que destaca Charlando con Superman (1988) y uno sobre cine de animación. Autor de casi treinta libros entre ensayos, cuentos, novelas, literatura infantil y juvenil, obras de teatro y compilaciones de cuentos, recibió la Mención de Honor Premio Municipal en Cuento, obtuvo cuatro “Fajas de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores” y la Mención de Honor en el Concurso Internacional de Ficción sobre Gardel (Montevideo), entre muchas otras menciones y premios destacados. Además, fue jurado en el Festival de cine Buenos Aires Rojo Sangre 2008.


Más información: www.CineclubLaRosa.blogspot.com
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Finalizamos el ciclo "Cinéfilos" con una función agregada de una película extraordinaria e imprescindible a la hora de hablar de la pasión por el cine: La vida útil, del uruguayo Federico Veiroj. Previo a la película proyectaremos el corto Ojos, de Pablo G. Pérez, y un corto de Jacques Cousteau en Súper 8. Todo, con entrada libre y colaboración voluntaria, en Austria 2154 el miércoles 26 de junio a las 20 horas.


Miércoles 26 de junio - 20 horas
LA VIDA ÚTIL
(Idem, Uruguay/España, 2010, blanco y negro, 67 minutos)
Dirección: Federico Veiroj.
Elenco: Jorge Jellinek, Manuel Martínez Carril y Paola Venditto.

Jorge tiene 45 años, vive con sus padres y trabaja en una cinemateca desde hace 25 años. Desempeña tareas técnicas, de programación, y conduce un programa de radio sobre cine. La cinemateca está en una situación cada vez más crítica y Jorge, que nunca ha trabajado fuera del cine, se queda sin empleo. Jorge debe cambiar su modo de ser para adaptarse a un mundo nuevo. Quizá el cine lo ayude a sobrevivir, después de todo.

"Sin el aire apocalíptico o nostálgico de las ficciones sobre el fin del cine como lo conocemos hasta ahora, Federico Veiroj traza un recorrido donde la cinefilia no tiene la mirada anclada en el pasado, sino que se reinventa para crear un futuro posible, tal vez más próspero, pero seguro más vital. Un verdadero tour de force, libre en su absorción de elementos genéricos y sorprendente en la economía de recursos, La vida útil desafía los límites para producir nuevas formas de emoción puramente cinematográfica." (Catálogo Bafici 2011).

La película obtuvo, entre otros, el Premio Coral en el Festival de La Habana 2010, Mejor Director en Valdivia 2010 y Mejor actor (Jorge Jellinek) en el Bafici 2011.

Junto a los cortometrajes
OJOS
(Idem, Argentina, 2012, color, 6 minutos)
Dirección y guión: Pablo G. Pérez.
Elenco: Sebastián Edreira, Emiliano Penelas y Rubén Pérez Borau.

El mar, una tormenta de primavera, una mujer reía en la noche, un hombre la miraba. Podría haber sido una clásica historia de amor. Pero no. Se vio opacada por una insólita disputa de egos, una rebelión contra los límites, una extraña lucha por la libertad. Premio al Mejor Cortometraje en el 27º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata (2012) y Premio del público en "La noche del cortometraje 2012".

EL MUNDO SIN SOL
(Le monde sans soleil, Francia, Italia, 1964, color, 7 minutos)
Dirección: Jacques Cousteau.

El detrás de escena de la película de Jacques Cousteau (que sigue a la que en 1954 había rodado junto a Louis Malle, El mundo silencioso) en la que el célebre oceanógrafo nos muestra el fascinante mundo subamarino. Ganador del Oscar al Mejor Documental. Proyectada en formato Súper 8.

Más información: www.cineclublarosa.blogspot.com
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Cuando murió lord Northmore, las alusiones públicas al suceso adoptaron, en su su mayor parte, una forma un tanto plúmbea y de compromiso. Había desaparecido una gran figura política. Se había apagado una luminaria de nuestro tiempo en mitad de su carrera. Se había anticipado el fin de una gran utilidad, que en buena parte quedaba, de todos modos, insignemente ejercida. La nota de grandeza, en toda la línea, sonaba, en suma, con fuerza propia, y la del fallecido evidentemente se prestaba muy bien a figuras y florituras, la poesía de la prensa diaria. Los periódicos y sus compradores cumplieron con lo que el caso pedía: lo compusieron con pulcritud y magnificencia, aunque quizá con mano un poco violentamente expeditiva, sobre el coche fúnebre, acompañaron debidamente al vehículo por la avenida y luego, viendo que de repente el tema se había agotado, pasaron a lo siguiente de la lista. Su señoría había sido una de esas personas de las que -ahí estaba la cosa- no hay casi nada que contar aparte de la flamante monotonía de su éxito. Ese éxito había sido su profesión, sus medios lo mismo que su fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni de hecho toleraba, otro análisis. De la política, de la literatura, de la tierra, de unos modales zafios y muchos errores, de una mujer flaca y tonta, dos hijos manirrotos y cuatro hijas sosas, de todo había sacado el máximo provecho, como podría haberlo sacado prácticamente de lo que fuera. Algo había habido en lo más profundo de su ser que lo conseguía, y su viejo amigo Warren Hope, la persona que le conoció primero, y es probable que en conjunto mejor, no alcanzó nunca, en todo aquel tiempo, a averiguar por curiosidad qué. Era un secreto que, a decir verdad, este competidor claramente rezagado no había desvelado ni para su satisfacción intelectual ni para su uso imitativo; y había como un tributo a eso en su memoria de decir, la víspera de las honras fúnebres, dirigiéndose a su mujer y tras silenciosa reflexión: «Tengo que acompañarle, qué caramba. Tengo que ir al entierro.»


En un primer momento la señora Hope se limitó a mirar a su marido con muda preocupación. «No tengo paciencia contigo. Estás tú mucho más enfermo de lo que él haya estado nunca.»

-¡Bueno, pero mientras eso no signifique más que ir a los entierros de los demás...!

-Significa que me destrozas con esa caballerosidad exagerada, con ese negarte siempre a pensar en tu propio interés. Se lo has estado sacrificando desde hace treinta años, una y otra vez, y yo creo que de este último sacrificio -que puede ser el de tu vida-, estando como estás, se te podría absolver.

-En efecto, perdió la paciencia.- ¿Ir al entierro... , con el tiempo que hace..., después de cómo se portó contigo?

-Cariño, lo de cómo se portó conmigo -repuso Hope- es un invento de tu ingeniosa mente..., de tu lealtad demasiado apasionada, de tu hermosa lealtad. Lealtad a mí, quiero decir.

-¡Por supuesto que la lealtad a él -declaró ella- te la dejo a ti!

-Lo cierto es que era mi amigo más antiguo, el primero. Tampoco estoy tan mal... salgo; y quiero portarme como es debido. El hecho es que no rompimos nunca... siempre estuvimos unidos.

-¡Y tanto! -rió ella en medio de su amargura-. ¡Bien se cuidó él de eso! Jamás reconoció tus méritos, pero jamás te dejó escapar. Tú le tenías aupado y él te tenía pisado a ti. Te sacó el jugo hasta la última gota, y luego fuiste el único que se quedó preguntándose, con tu increíble idealismo y tu incorregible modestia, cómo se las había arreglado un tonto así para subir. Subió porque tú le llevabas a cuestas. Tú, ingenuo, se lo preguntas a los demás: «¿En qué consistía su don?» Y los demás son tan imbéciles que tampoco tienen la menor idea. ¡Tú eras su don!

-¡Y tú eres el mío, querida! -exclamó su marido estrechándola contra sí, más alegre y resignadamente. Al día siguiente acudió en un «especial» a la inhumación, que tuvo lugar en la propia hacienda del gran hombre y en la propia iglesia del gran hombre. Pero acudió solo -es decir, acompañado por una asamblea numerosa y distinguida, la flor de la demostración gregaria unánime; su esposa no quiso ir con él, aunque le preocupaba que viajase. Pasó las horas intranquila, atenta al estado del tiempo y temiendo al frío; deambulaba de cuarto en cuarto, deteniéndose distraídamente junto a las plomizas ventanas, y antes de que él volviera había pensado en muchas cosas. Era como si, mientras él veía cómo sepultaban al gran hombre, ella también, a solas, en el hogar reducido de sus últimos años, se viera ante una fosa abierta. En ella depositó con sus débiles manos el penoso pasado y todos los sueños comunes muertos y las cenizas acumuladas de los dos. La pompa que rodeaba a la extinción de lord Northmore le hacía sentir más que nunca que no había sido Warren el que sacara provecho de nada. Había sido siempre lo que seguía siendo, el hombre más inteligente y más trabajador que conocía; pero, a sus cincuenta y siete años, ¿qué había «sacado», como decía el vulgo, fuera del talento malgastado, la salud arruinada y la pensión mezquina? Lo que ponía estas cosas ante los ojos era el término de comparación que le bindaba fácilmente el esplendor, ahora escorzado, del dichoso rival de su marido. Como dichosos rivales de su propia y monótona unión había visto siempre a los Northmore; por lo menos los dos hombres habían empezado juntos, al salir de la universidad, hombro con hombro y -hablando en términos superficiales- con un bagaje muy parecido de preparación, ambición y oportunidad. Habían empezado en el mismo punto y queriendo las mismas cosas -pero queriéndolas de maneras muy distintas. Bien, pues el muerto las había querido de la manera en que se conseguían; pero había conseguido además, con el título de nobleza por ejemplo, las que Warren no quiso nunca: no había más que decir. No había más y, sin embargo, en la sombría, la extrañamente aprensiva soledad de aquellas horas, dijo ella mucho más de lo que yo puedo contar. Todo venía a parar en esto: que de algún modo y en alguna parte había habido una injusticia. Warren era el que debía haber triunfado. Pero ahora era ella la única persona que lo sabía, porque la otra se había ido con su conocimiento a la tumba.

La humillación de los Northmore
The Abasement of the Northmores, Henry James, 1900
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Doña Encarnación adivinaba cuando me venían las ganas. Las ganas son como una impaciencia. Como una vibración en las rodillas. Se me endurecían los muslos.


Cuando uno es toro, la leche empuja para abajo, para el lado donde nacen las piernas, y late, la leche, como un corazón, abajo, arriba de la verga.

Yo, en el campo, me sobaba ese triángulo de pelo, arriba de la verga. Y me tocaba la verga. Todavía era la de un semental.

Había razón. Yo y Juan Lavalle mamamos de la teta de Doña Agustina Osornio, mi señora madre, la del bello culo. Hombre guapo, Juan Lavalle. Se alistó, pendejo, en los granaderos del general San Martín. Y peleó como el mejor. Se largaba, solo con su caballo, al encuentro de los soldados del rey de España, y los mataba con su sable y la exaltación de un fraile santo. Hasta que lo mataron a él, los montoneros, en un infame pueblo del Norte. Dicen que lo entregó una mujer: pobre Juan Lavalle, tan buen mozo, morir vendido por una mujer.

Era corta la verga de Juan Lavalle. Y la mía era la de un semental. En el campo, a caballo, nos abríamos la bragueta, y las medíamos sobre la montura de los caballos. La mía era, por lo menos, el doble de la de él. Y cuando las medíamos, él se volvía como loco. Por eso se fue con los Granaderos del general San Martín. Para mostrar que su coraje superaba, lejos, el de cualquier soldado de su tiempo, español o criollo. Juan Lavalle: tanto coraje al pedo.

Yo miraba el cielo, en mis campos, y el techo de mi despacho, en los cuarteles de Palermo, y me sobaba duro. Piel, pelo, huesos, carne, verga.

Hay que quitarse esa leche, cuando uno es toro, antes de que cuaje. Porque la cabeza del hombre, con esa leche depositada, allí, abajo, se enturbia. Ordeñar. Y rápido. Como a las vacas. Un hombre, si es hombre, es toro y vaca.

Yo, en mi despacho de Palermo, pensaba 18 horas por día. Escribía. Escribir es pensar. Pensaba 100 leguas por delante de cualquiera que pensara en los intereses del Estado. Eran pocos los que pensaban en los intereses del Estado. Son pocos. Yo soy uno de los pocos. El primero. El mejor.

Los otros, los otros eran criollos de coraje. Como Juan Lavalle. Como Gregorio Aráoz de Lamadrid. Esos dos no supieron, nunca, qué era pensar. Cantores de vidalas, sí.

El manejo del Estado me apasiona. El manejo de los intereses del Estado me apasiona. No la guitarra. No el sexo. El sexo distrae. Lo usaba, claro. Porque la verga se me paraba. Y eso era algo que yo no podía impedir. Ni aún hoy, yo, un hombre fuerte, puedo impedirlo.

Doña Encarnación era buena para el ordeñe.

Vení, murmuraba ella donde fuera que estuviésemos. Cuando terminaba, yo, aliviado, agradecido, le decía que ella, Doña Encarnación, conocía todos los secretos del ordeñe. Ella reía, satisfecha, y me preguntaba si era eso lo que me parecía, y yo le contestaba que sí, que su habilidad me paralizaba, y que su habilidad iba mucho más lejos que la de las mestizas y las negras. Y ni hablar de las indias.

A Doña Encarnación se le arrugaba la piel de la frente cuando yo bajaba esa balanza, pero yo le sonreía, y me cuadraba frente a ella como un cadete rápido y ágil y obediente. A Doña Encarnación se le oscurecían los ojos. Y algo retrocedía dentro de ella. Fríos los ojos de Doña Encarnación.

Doña Encarnación era cruel a la hora del juego amoroso. Y a cualquier hora. Pero yo aguantaba el trabajo de sus manos y de su boca. Me daban algo cuando trabajaban mi cuerpo, que no sé nombrar. Tampoco podía Doña Encarnación. Ella decía: Usté, Don Juan Manuel, patalea y gruñe como un chancho cuando siente el filo del cuchillo en el cogote.

No decía, Doña Encamación, nada que yo no le hubiera escuchado antes. Doña Encarnación gustaba decir cosas como ésa. Muy de campo, Doña Encarnación. Muy de encendérsele los ojos, a Doña Encarnación, cuando le daba en el lomo, con el rebenque, a una negrita traviesa. Muy patrona de estancia. Doña Encarnación.

El farmer, Andrés Rivera
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