Conducía en medio de la oscura noche de Virginia, por la autopista impecablemente asfaltada que tiempo atrás había sido una vía de tren. Cuando pasé sobre aquel puente que se elevaba sobre una quebrada, pensé con detalle en la forma en que una noche de esas me lanzaría por él. Estaba seguro de que no viviría hasta cumplir los dieciocho, así que nunca me molesté en hacer planes para el futuro. Los dieciocho habían llegado y se habían ido ya hacía un año y yo aún respiraba. Pero todo iba de mal en peor.
Era verano de 1982. Hacía ese asqueroso, pegajoso y húmedo calor que te empapa de sudor la espalda de la camisa solo por hacer un corto trayecto en automóvil. Ya en pleno verano todo era un desastre. Al novio de mi hermana Liz se le cruzaron los cables en nuestra cocina una noche y me atacó con un cuchillo de carnicero. Poco después, Liz hizo el primero de sus muchos intentos de suicidio. Se tragó un montón de pastillas. Su corazón se detuvo en el momento en que llegamos al hospital, pero pudieron reanimada.
Muy poco después de aquello, Liz y mamá se fueron de viaje para visitar a unos parientes y yo me encontré con el cuerpo de papá, muerto, tirado ahí de lado en la cama de mis padres, completamente vestido con sus usuales camisa y corbata, con los pies casi en el piso, como si se hubiera sentado para morirse. Tenía cincuenta y un años. Quise practicade resucitación cardiopulmonar siguiendo las instrucciones de la operadora del 911 luego de colocar el cuerpo de mi padre, ya tieso, en el piso de la habitación. Fue raro tocado. Fue la primera vez que tuvimos contacto físico, al menos que yo pudiera recordar, además de la ocasional quemadura de cigarrillo en el brazo cuando me cruzaba con él apretujándonos en el angosto pasillo de casa.
Pensé que lanzarme por el puente podía ser la mejor forma de lidiar con la aplastante, descarriada y vacía sensación de ser yo. Era una manera dramática de suicidarse, por supuesto, pero es que era muy joven todavía. Con el tiempo empecé a pensar más asiduamente en pegarme un tiro, o sea, evolucioné a una técnica menos espectacular que lanzar el automóvil por un puente de mi ciudad natal. De hecho, se puede trazar el desarrollo de mi vida de esa forma: por ejemplo, ahora lo que considero con frecuencia es tomar pastillas. Esas cuestiones dramáticas son cosa de niños. Ya maduré.
Hacia el fin del verano, al que ya había empezado a referirme calificándolo como el «Verano del amor», me fui de la ciudad por primera vez con mi Chevy Nava dorado del 71. El automóvil, que llamé «Oro Viejo» y llevaba una señal de STOP como un parche en el piso oxidado, se lo compré por cien dólares a mi rubia prima Jennifer, que estaba buenísima y que años después moriría en el avión que se estrelló contra el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. Era aeromoza. Esa mañana había enviado una postal desde el aeropuerto de Dulles que decía, con grandes caracteres al frente: «¿No es maravillosa la vida?» .
Mi padre trabajaba en el Pentágono en la época en que nací. Si creyera en maldiciones, me preguntaría si el avión destruyó justo la parte del edificio donde estaba su oficina. Pero no creo en esas cosas. La vida está llena de altibajos. Ha habido algunos extremos en mi caso, pero considerando que yo no tenía un plan, y menos aún tenía autoestima de esa que se necesita para sobrevivir en este mundo, las cosas podrían haber sido peores. Solo estoy merodeando por este mundo, a ver qué pasa.
No sé lo que sucede cuando morimos y no espero descubrirlo mientras viva. Probablemente nada, pero nunca se sabe. Por ahora sigo vivo y me he dado cuenta de que algunos de los momentos más horribles de mi vida me han conducido a algunos de los mejores, o sea que no soy un tipo que va a engullir los melodramas de los demás como si fueran tan interesantes. Cada día es solo otro día y ya.
Fue difícil dejar a mamá y a Liz, pero era el momento de hacerla. Desde hacía tiempo me había convertido en el hombre de la casa porque no había otra autoridad y la muerte de papá terminó por cimentar mi estatus. Pero sabía que si no salía de allí pronto, tal vez nunca lo lograría.
Por muy difíciles que se pusieran las cosas, siempre podía aislarme en mi habitación en el sótano (que tenía las paredes pintadas de negro), leyendo El hombre invisible de Ralph Ellison y con los auriculares puestos a todo dar con Live at Leeds de The Who o Plastic Ono Band de John Lennon o lo que fuera que yo estuviera escuchando ese año. Incluso en aquella época terrible del «Verano del amor», conseguía huir de mí mismo cuando iba al volante del Oro Viejo y contemplaba la puesta de sol escuchando a Sly Stone cantar Hot Fun in the Summertime desde el reproductor de mierda que tenía pegado con cinta adhesiva debajo del tablero.
Fui a Richmond y me inscribí en la universidad. No tenía el menor interés en estudiar, pero a todo el mundo parecía importarle mucho eso y total yo no tenía ningún otro plan. Como mis notas de secundaria eran muy malas debido a mi absoluto desinterés, me aceptaron solo medio tiempo. Me sentía completamente solo y miserable.
Una noche, caminaba por uno de los edificios del campus cuando escuché sonidos de piano. Entré y descubrí que estaba en la sección de música de la universidad. No me interesaba estudiar música allí, pero me moría por tocar algo, lo que fuera. Empecé a meterme a hurtadillas de día y de noche en uno de los salones de práctica de piano, siempre preocupándome de que me descubrieran porque se suponía que no podía estar allí. Pero eran los únicos momentos en que me sentía bien: aporreando las teclas, inventando cortas canciones sobre la marcha. Algunas veces me imaginaba que había un montón de gente escuchando y disfrutando lo que yo tocaba. Una noche me sumergí tanto en el toque que rompí una de las cuerdas graves del piano, que sonó como un disparo de escopeta. Me fui rápidamente del edificio para no meterme en problemas.
Me hundía cada vez más en la desesperación. No tenía el más mínimo interés en ninguna de mis clases. La música era mi único alivio. Comencé a sentir algo que casi podría describirse como lujuria por escribir y grabar música. Caminaba aturdido por las calles de Richmond, soñando con recuperar el piano de mi madre y hacerme con una grabadora de cintas y un micrófono
Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett.
Compositor, cantante, guitarrista y tecladista de la banda Eels.
El estreno de La fuga fue el miércoles 28 de julio de 1937 (en aquella época los estrenos podían ser cualquier día de la semana, y no necesariamente los jueves). Aunque podría haber asistido unos días antes, no es imposible imaginar que Borges haya elegido esa fecha para ir a ver el film de Saslavsky. Según esta hipótesis, habría sido parte de una escena inverosímil a los ojos de hoy: habría estado entre los casi mil setecientos espectadores que, a sala llena, se daban cita esa noche en el Cine Teatro Monumental de Lavalle 780. La sala subsiste, aunque totalmente remodelada. O sería mejor decir "diseccionada", ya que en las sucesivas reformas que sufrió a partir de la década del setenta, el Monumental se fue convirtiendo de a poco en un edificio mutilado por las exigencias comerciales. Si bien se mantienen faustos de moldura s, vitrales, bronces y mármoles de la construcción original, el espacio de exhibición se modificó drásticamente y quedó dividido en cuatro salas: la más grande, de 1.096 butacas; la mediana, de 480; y las dos más pequeñas, de 200 butacas cada una.
El Monumental fue innovador en varios sentidos. Inaugurado el 23 de mayo de 1931 por los empresarios Coll y Di Fiore (también propietarios de los cines Hindú y Renacimiento), impresionaba por su diseño art-déco, en boga en la arquitectura del momento, y por la fastuosidad de su estructura, con oficinas en las plantas altas y salones y confiterías en el subsuelo. La sala principal estaba equipada con los proyectores más avanzados y costosos de la época, los Super-Simplex, que instalaba la casa Max Glücksmann. A Coll y Di Fiore, además, se les había ocurrido invertir en un curioso aparato de refrigeración de la marca Carrier que anticipaba el aire acondicionado y era una rareza en los años treinta. Una crónica de La Nación a raíz de la inauguración de la sala se entusiasmó con estas innovaciones y señaló que el Monumental "constituye una nota de gran relieve en el progreso de nuestra metrópoli".
La otra nota de relieve se la lleva el hecho de que, hacia 1934, el Monumental comenzaba a tener un papel influyente en la promoción de films nacionales. Como en la mayoría de los exhibidores, en el Monumental estaban acostumbrados a trabajar con material de distribuidoras extranjeras, que inundaban el mercado de copias desde la época del mudo. A pesar de los compromisos asumidos con esas distribuidoras, el 24 de octubre de 1934 Coll y Di Fiore decidieron probar suerte con la comedia Ídolos de la radio, cono éxito de público que empezaron a optar por incorporar más films argentinos a los programas. La medida llegó a provocar una querella de la British Company y de otras distribuidoras que reclamaban volver a las pautas de programación anteriores, ya que en las funciones dobles del Monumental los films extranjeros quedaban como material de relleno.
Prácticamente todos los clásicos nacionales de la segunda mitad de los años treinta fueron exhibidos en la llamada "catedral del cine argentino". Los espectadores se amontonaban en el hall de entrada para ver de cerca a los actores, que asistían a los estrenos para ser entrevistados y fotografiados. Un cronista llamado Adolfo Avilés, muy conocido por sus transmisiones en vivo en Radio Splendid, se ubicaba en el interior de la sala y comentaba el film escena por escena. La gente que había quedado fuera de la función (las entradas se agotaban rápido; una sola película era capaz de llenar la sala diariamente y durante varias semanas) al menos tenía el consuelo de escucharla en la radio. Los oyentes percibían las risas y murmullos de la sala; el cronista contaba todo menos el final. Al día siguiente, muchos de esos oyentes corrían a comprar las entradas para ver con sus propios ojos el espectáculo prometido.
Borges va al cine, de Gonzalo Aguilar y Emiliano Jelicié, Buenos Aires, Libraria, 2010.
Un hombre, cuando escribe para que lo lean otros hombres, miente. Yo, que escribo para mí, no me oculto la verdad. Digo: no temo descubrir, ante mí, lo que oculto a los demás.
Me atengo a una sola ley: no hay comercio entre lo que escribo y yo. Nadie vende, nadie miente. Nadie compra, nadie es engañado.
No afronto, tampoco, y no vaya olvidado, el miedo que devasta, frente a la hoja en blanco, al que escribe para los otros. No corro el riesgo de que alguien me reproche mis faltas de buen gusto y mis atentados, si los hay, a la ortodoxia de la prosa castellana. Ni que me asalte el anhelo (dicen que es irreprimible) de sustituir a Dios, que suele terminar en una boutade tan torpe y patética y expiatoria como la que se le escuchó a M. Flaubert cuando le preguntaron quién era Mme. Bovary.
¿Escribo lo que temo olvidar? Sí.
¿Temo descubrir, ante mí, lo que oculto a los demás? Sí.
¿Escribo lo que deseo olvidar? Sí.
Para que pueda creer en lo que escribo: no al énfasis, no al asombro.
A los veinticinco años, en París, me recibí de abogado. Y a los treinta y ocho, cené con Charles Baudelaire.
Él, a su manera abrupta, me preguntó: Usted, ¿qué hace, además de ser argentino? Miré al bueno de Baudelaire, vestido de negro, y le sonreí. Era agosto, y yo era joven, y hacía calor en París, pero una brisa fresca venía del Sena, y se estaba bien en el café. Alcé mi copa, y él la suya, y las vaciamos, y le contesté, sin titubear, por encima de las velas, en un francés que, ahora, me envidio: Gasto el dinero de mi padre. Y cuando extraño a la patria, cuando supongo que sus todavía escasos e incomparables mitos flaquean en mi memoria, lo leo, amigo mío. Baudelaire me miró, y levantó su copa vacía, y me saludó, halagado, creo. Dije lo que dije esa noche, porque era joven, sano y bello y seductor, en opinión de algunas damas a las que les aseguré un mes, no más de un mes, de discreto pasar. Y estaba persuadido, cuando me miraba en el espejo, desnudo, de que era inmortal.
Cuatro décadas se cumplen desde que Stanley Kubrick diera a conocer ese ícono de la cultura contemporánea llamado La naranja mecánica. El Cineclub La Rosa la proyectará el miércoles 17 de agosto a las 20, en Austria 2154, con entrada libre y colaboración voluntaria.
Miércoles 17 de agosto - 20 horas
LA NARANJA MECÁNICA
(A clockwork orange, Gran Bretaña, Estados Unidos, 1971, color, 131 minutos)
Dirección y Producción: Stanley Kubrick.
Elenco: Malcolm McDowell, Patrick Magee, Michael Bates, Adrienne Corry, Warren Clarke, John Clive, Aubrey Morris, Carl Duering, Paul Farrell, Clive Francis y Michael Gover.
Gran Bretaña, en un futuro indeterminado. Alex (Malcolm McDowell) es un joven muy agresivo que tiene dos pasiones: la violencia desaforada y Beethoven. Es el jefe de la banda de los drugos, que dan rienda suelta a sus instintos más salvajes apaleando, violando y aterrorizando a la población. Cuando esa escalada de terror llega hasta el asesinato, Alex es detenido y, en prisión, se someterá voluntariamente a una innovadora experiencia de reeducación que pretende anular drásticamente cualquier atisbo de conducta antisocial.
El diseño vanguardista de la escenografía, su exhibición de la violencia y su apabullante banda sonora (mezcla inusual de sintetizadores y música clásica) hicieron de La naranja mecánica una película muy admirada en su tiempo. Kubrick derrochó en ella su habitual talento y maestría técnica al servicio de una alegoría futurista en torno al libre albedrío.
De sus imágenes epilépticas se desprende una visión pesimista de la sociedad futura, sin una pizca de humanidad.
Basta de zonceras, señores. Es tiempo de que Mr. E salga a la luz y llene los oídos sordos de quienes no quieren escuchar con sus grandiosas canciones.
No creo que haga falta decir que estamos muy en contra de esta nueva costumbre de eliminar las vocales en una marca, y dejar sólo las consonantes. Para muestra, sobra un botón.