Crítica: El amante de los caballos

Basado en un relato de Tess Gallagher / Dirección y adaptación: Lisandro Penelas / Intérprete: Ana Scannapieco / Asistencia de dirección: Ricardo Vallarino y Julieta Timossi / Escenografía y vestuario: Gonzalo Córdoba Estévez / Diseño de iluminación: Soledad Ianni / Coreografía: Sabrina Camino / Diseño Gráfico: Martín Speroni / Música: Hernán Crespo / Asistencia de iluminación: Carolina Rabenstein / Fotografía de prensa: Ariel González Amer.

Sala: Moscú Teatro, Camargo 506 / Funciones: sábados a las 20.30 horas. Duración 45 minutos.


En cuanto se ilumina el escenario –una caballeriza atiborrada de numerosos y variados objetos-, una joven (Ana Scannapieco) comienza a narrar los recuerdos borrosos de su infancia, y el espectador no puede menos que sentirse sumergido en un clima mágico y a la vez poético.

Es como entrar a una suerte de universo paralelo, donde sólo impera una realidad pletórica de sensibilidad, muy distinta a la que se cree normal: el abuelo y el padre de la protagonista –ambos fallecidos- eran personajes extravagantes, propios de una fábula, aunque en todo momento se sospecha que existe un trasfondo prohibido. La joven confiesa su intención de entregarse “... de lleno al primer deseo sucio que se apoderase de mí. Sumergirme en el corazón de mi vida y perderme sin piedad y para siempre”.

El abuelo era un susurrador, es decir emitía sonidos que los caballos entendían, es más: dejó a su familia para escaparse con uno de ellos (¿un caso de zoofilia?). Y el padre fue un jugador de cartas empedernido, con una compulsión que iba más allá de los límites humanos. Mientras relata esa atmósfera de extrañamiento, la joven cepilla, monta, acaricia y también susurra a un equino al que el público debe imaginar.

Un acierto del director fue situar el texto de Tess Gallagher (Port Angeles, Estados Unidos, 1943) en el campo argentino, con música de chamamé, que ella baila con fruición, como si fuera presa de un encantamiento.

Ana Scannapieco se luce con una interpretación memorable. Su dicción no sólo es perfecta, sino que enhebra las palabras formando una suerte de cadencia. Además, uno eje fundamental de la actuación, que es el manejo del cuerpo, encuentra en la actriz una brillante representante por su dominio del escenario y su desplazamiento en él a través del continuo movimiento.

Audaz el desafío asumido por Lisandro Penelas de adaptar un relato de Gallagher, del cual salió airoso concretado una dramaturgia sólida y sin fisuras. Su trabajo como director es impecable al aprovechar al máximo las dotes actorales de Scannapieco y al posibilitar que los demás integrantes del equipo den lo mejor de sí, como la escenografía de Gonzalo Córdoba Estévez, que irradia autenticidad; la sagaz iluminación que potencia la dinámica escénica de Soledad Ianni y la funcional coreografía de Sabrina Camino.

Quien ame la fantasía, el lirismo y sobre todo esa maravilla que es el teatro, no debe dejar de ver El amante de los caballos.

Germán Cáceres

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