Las ciudades invisibles
Tres fragmentos del bonito libro de Ítalo Calvino, un mes después.
Las ciudades y los cambios. 2
En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas las unas de las otras, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las sorpresas, las caricias, los mordiscos. Pero nadie saluda a nadie, las miradas se cruzan un segundo y después huyen, husmean otras miradas, no se detienen.
Pasa una muchacha que hace girar una sombrilla apoyada en su hombro, y también un poco la redondez de las caderas. Pasa una mujer vestida de negro que representa todos los años que tiene, con ojos inquietos bajo el velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado; un hombre joven con el pelo blanco; una enana; dos mellizas vestidas de coral. Algo corre entre ellos, un intercambio de miradas como líneas que unen una figura a la otra y dibujan flechas, estrellas, triángulos, hasta que todas las combinaciones en un instante se agotan, y otros personajes entran en escena: un ciego con un guepardo sujeto con cadena, una cortesana con abanico de plumas de avestruz, un efebo, una mujer descomunal. Así, entre quienes por casualidad se juntan para guarecerse de la lluvia bajo un soportal, o se apiñan debajo del toldo del bazar, o se detienen a escuchar la banda en la plaza, se consuman encuentros, seducciones, copulaciones, orgías, sin cambiar una palabra, sin rozarse con un dedo, casi sin alzar los ojos.
Una vibración lujuriosa mueve continuamente a Cloe, la más casta de las ciudades. Si hombres y mujeres empezaran a vivir sus efímeros sueños, cada fantasma se convertiría en una persona con quien comenzar una historia de persecuciones, de simulaciones, de malentendidos, de choques, de opresiones, y el carrusel de las fantasías se detendría.
Las ciudades tenues. 5
Si queréis creerme, bien. Ahora diré cómo es Ottavia, ciudad-telaraña. Hay un precipicio entre dos montañas abruptas: la ciudad está en el vacío, atada a las dos crestas con cuerdas y cadenas y pasarelas. Se camina sobre tos travesaños de madera, cuidando de no poner el pie en los intersticios, o uno se aferra a las mallas de cáñamo. Abajo no hay nada en cientos y cientos de metros: pasa alguna nube; se entrevé mas abajo el fondo del despeñadero.
Esta es la base de la ciudad: una red que sirve de pasaje y de sostén. Todo lo demás, en vez de elevarse encima, cuelga hacia abajo; escalas de cuerda, hamacas, casas hechas en forma de saco, percheros, terrazas como navecillas, odres de agua, picos de gas, asadores, cestos suspendidos de cordeles, montacargas, duchas, trapecios y anillas para juegos, teleféricos, lámparas, macetas con plantas de follaje colgante.
Suspendida en el abismo, la vida de los habitantes de Ottavia es menos incierta que en otras ciudades. Sabes que la red no sostiene más que eso.
Las ciudades y los ojos. 3
Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas. Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.
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