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El miércoles 1 de abril continúa el ciclo dedicado a Jorge Prelorán en el Cineclub La Rosa, con la proyección en 16mm de dos películas patagónicas: Damacio Caitruz y Manos pintadas. Será a las 20 horas en Austria 2154, con entrada libre y colaboración voluntaria.


DAMACIO CAITRUZ
(Idem, Argentina, 1966/71, color, 50 minutos)
Dirección y montaje: Jorge Prelorán.

Unos 700 araucanos viven a lo largo de 15 kms, en el estrecho valle del río Ruca Choroy. Los meses de verano son tensos en preparativos para el crudo invierno, durante el que permanecen totalmente aislados. Buscan leña, siembran y cosechan pasto para alimentar las pocas ovejas que poseen. Las mujeres tejen su tradicional artesanía y los jóvenes deben emigrar a trabajar en estancias lejanas.

Don Damacio Caitruz, mapuche, que mantiene vivas las tradiciones de su tribu, cuenta su vida, sus costumbres, sus penurias y aspiraciones en este retirado valle de los Andes Neuquinos.

MANOS PINTADAS
(Idem, Argentina, 1971, color, 20 minutos)
Dirección y montaje: Jorge Prelorán

Arte rupestre en el cañadón Río Pinturas, provincia de Santa Cruz, perteneciente a la cultura pentehuelche que habitó la Patagonia unos 9000 años atrás. Manos en negativo, escenas de guanacos preñados y de caza componen esta visión de un territorio que apasionaría a Prelorán.

Más información: www.cineclublarosa.blogspot.com
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La compañía fotográfica parece alejarse del rubro y comenzó el año anunciando la salida de su primer smartphone basado en el sistema Android, sin demasiadas prestaciones.

El Kodak IM5 cuenta con una discreta cámara frontal de 5 megapíxeles, un procesador de 1,7 GHz y 8 nucleos, 1 GB de memoria RAM y ranura para tarjetas microSD. El teléfono trabaja con Android 4.4 y tiene pantalla de 5 pulgadas con resolución HD. El diseño y la contrucción es de la compañía británica Bullitt Group.

Aunque la firma de Kodak podía hacer pensar en unas especificaciones potentes en el terreno de la imagen del que ya es el primer smartphone de la compañía, la realidad ha resultado ser bastante menos interesante. Y es que el recién anunciado  se conforma con unos datos bastante modestos en el apartado fotográfico, incluida su cámara de 13 megapíxeles.

En Europa el teléfono comenzó a comercializarse en marzo, con muchas críticas, y a unos 230 euros.
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Lejos del auge de otros tiempos pero ayudadas por la tecnología, estas pequeñas salas siguen ofreciendo alternativas a una sola forma de consumir películas.

Salas pequeñas, en un centro cultural, una biblioteca o una casona prestada. La luz del proyector, una pequeña pantalla y pocas butacas como única escenografía. Entrada a la gorra, charlas debate. Cualquiera que haya pasado por un cineclub conoce la ecuación, hecha de amor por el cine, esfuerzo desinteresado y ganas de encontrarse.

Buenos Aires está lejos de aquella época de esplendor de los cineclubes que supo vivir durante los 50 y 60. Sin embargo, el fenómeno sigue vigente y se reinventa, con las nuevas tecnologías y, particularmente, las redes sociales como recientes aliadas.

Hoy es difícil saber cuántos espacios de este tipo funcionan en la Ciudad. El vacío legal en el que están y la falta de apoyo que sufre la mayoría hacen que estén a la vista sólo de quienes saben buscar, o bien que vivan poco.

El que más perdura se llama Núcleo: empezó a proyectar en 1953, primero bajo la tutela de Salvador Sammaritano y, tras la muerte de este último en 2008, de su hijo Alejandro. Muchos directores y actores fueron y van a presentar películas. A lo largo de sus más de 60 temporadas, sumó tantos socios que ya no admite más. Funciona en el Malba y, sobre todo, en el Gaumont.

A metros de esa sala, pero al otro extremo en la línea del tiempo, está Cineclub Pasaje 17, uno de los más nuevos. Vio la luz en 2013 de la mano de Juan Herrera, quien conoce el paño: “Viví el auge de los cineclubes de los 60, pero en Francia”, cuenta.

La Rosa también es joven, pero con casi una década de trayectoria, pasó airoso por “la comezón del séptimo año” o, en palabras de Emiliano Penelas, su programador, del tercero: “Los cineclubs andan a pulmón, y a la larga uno se cansa porque demanda dinero y esfuerzo, por lo que al tercer año empiezan a decaer”. Este espacio, ubicado en una biblioteca, proyecta casi todo en el primer formato exitoso para películas amateur, 16 milímetros. “Una verdadera rareza”, resalta Penelas, quien también programa cine clásico y retrospectivas en YMCA, en funcionamiento en el segundo piso de la Asociación Cristiana de Jóvenes desde hace ocho años.

Otro ineludible es Dynamo. Con más de diez años de historia, es el refugio para los amantes de grandes directores, sobre todo franceses y alemanes. Es que, al igual que La Rosa, su programación se nutre especialmente del Institut français d’Argentine (que dispone para préstamo de 300 títulos en DVD, 20 en 35 milímetros y más por Internet) y del Goethe-Institut (800 películas), además de aportes privados y de la Filmoteca Buenos Aires. La cita es en una librería de San Telmo o en una casona del mismo barrio. “Lo que se junta a la gorra va a un fondo común para comprar pelis, proyectores o pantallas”, cuenta su administrador, Carlos Müller.

Como se ve, los cineclubes pueden aparecer en casi cualquier lugar, incluso en un consultorio, como Paradiso, que antes pasó por dos bares y un salón de fiestas. “Siempre me gustó la idea de ver una peli y compartirla”, reconoce el psicoanalista Victorio Spatz. Por eso, se asoció a la crítica Paula Vázquez Prieto y programa los domingos en una sala de espera de Balvanera.

Y aunque el lucro no es lo que mueve estos espacios, a veces los cineclubes dieron pie a un proyecto comercial, como BAMA Cine Arte, que nació como Buenos Aires Mon Amour en 2007. Primero funcionó en el living de uno de sus creadores, Guillermo Cisterna Mansilla, y luego en una sala de San Telmo sin ningún cartel, por lo que era fácil pasarse de largo si no se estaba atento. El microcine del desaparecido hotel Elevage también fue sede. Hasta que en 2013 pasó a ocupar el lugar simbólico y geográfico que tenía el Arteplex de Diagonal Norte. Y aunque el BAMA no es más un cineclub, “mantiene el espíritu original”, dice Cisterna Mansilla, que administra la ahora sala comercial junto a Carlos Affur.

“Los cineclubes ponen al público en contacto con grandes acervos cinematográficos. Y si bien no ocupan el mismo lugar que antes, mantienen una identidad y buscan persistir y reinventarse. Ahora empezaron a usar las redes sociales y eso garantiza que haya gente en la sala sin tener que anunciar la programación en los medios”, resalta el investigador Máximo Eseverri.

En tiempos en que los “tanques” cinematográficos estadounidenses copan las carteleras, los cineclubs mencionados y otros tantos cubren una demanda no menor entre los porteños que buscan alternativas. Son lugares de resistencia o, en palabras de Sammaritano, “permiten que las películas de Hollywood no se coman a las de cine arte”.

Además, como destaca Penelas, “una peli no se ve igual cuando se ve con otro”. Es decir, cuando juntarse a disfrutarla implica intereses compartidos más allá del puro entretenimiento, por más teles LCD y servicios online que haya o estén por venir.

Por Karina Niebla
Diario La Razón, miércoles 25 de marzo de 2015
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¡Rosa!, te conozco desde que era niño. Y ahora soy dos veces más grande que lo que eras tú en enero de 1919, cuando te apalearon a muerte, pocos meses después de que tú y Karl Liebknecht fundaran lo que habría de ser el Partido Comunista de Alemania.


Con frecuencia surges de alguna página que leo –y algunas veces surges de la página que intento escribir–, me saludas con la cabeza y una sonrisa, y nos reunimos. No hay página, ni celda alguna de las prisiones donde en repetidas ocasiones te pusieron, que pueda contenerte.

Quiero enviarte algo. Antes de que me fuera obsequiado, este objeto estaba en el pueblo de Zamosc, al sureste de Polonia. Es el pueblo donde tú naciste, y donde tu padre fue comerciante maderero. Pero el vínculo contigo no es tan simple.

El objeto perteneció a una amiga polaca llamada Janine. Ella vivía sola, no en la elegante plaza central donde tú habitaste durante los dos primeros años de tu vida, sino en una casita común en las afueras del poblado.

La casa de Janine y su diminuto jardín estaban llenos de plantas en macetas. Había macetas incluso en el piso de su dormitorio. Y cuando tenía visitas, no había nada que le gustara más que señalar, con sus dedos de vieja trabajadora, la particularidad de cada una de sus plantas. Ellas le hacían compañía. Janine hacía chistes, y contaba chismes, con ellas.

Aunque no hablo polaco, el país europeo donde me siento más como en casa es Polonia. Comparto con los polacos algo de su orden de prioridades. A la mayoría de ellos no les intriga el poder, porque han sobrevivido a toda la mierda del poder que se pueda concebir. Son expertos en darle la vuelta a los obstáculos. No paran de inventar tácticas para irla llevando. Respetan los secretos. Tienen recuerdos duraderos. Hacen sopa de acedera con acedera silvestre (Rumex acetosa. Conocida como agrella, vinagreira o romaza). Quieren ser alegres.

Tú dices algo semejante en una de tus enojadas cartas desde la prisión. Le respondías a la doliente carta que te enviaba alguna amistad, y la autocompasión siempre te hizo enojar. “Ser un ser humano”, decías, “es la cuestión principal, por encima de todo. Y eso significa ser firmes y claros y alegres; sí, alegres, pese a todo y cualquier cosa, porque chillar es el negocio de los débiles. Ser seres humanos significa que, si es necesario, con alegría avientes tu vida entera a la gigante balanza del destino, y al mismo tiempo te regocijes en la brillantez de cada día y en la belleza de cada nube”.

En años recientes, en Polonia se ha desarrollado un oficio nuevo. Todo aquel que lo practica es conocido como stacz, que significa “ocupar el sitio”. Uno paga a algún hombre o mujer para que haga alguna larga fila y le retoma su sitio cuando ya está casi hasta adelante. Son colas para la comida, para los utensilios de cocina, para algún tipo de licencia, para algún sello gubernamental en un documento, para conseguir azúcar o botas de hule.

Inventan muchas tácticas para irla llevando.

A principios de la década de 1970, mi amiga Janine decidió tomar un tren a Moscú, como varios de sus vecinos lo habían hecho. No fue una decisión fácil. Apenas uno o dos años antes, en 1970, había ocurrido la masacre de Dansk y otros puertos marinos: cientos de los trabajadores de los astilleros se habían ido a huelga y la policía y los soldados polacos los acribillaron a tiros por órdenes de Moscú.

Y tú lo anticipaste, Rosa. En tu comentario sobre la Revolución Rusa de 1918 tú anticipaste los peligros implícitos en el modo bolchevique de responder a todo razonamiento. “Una libertad sólo para los miembros del gobierno, sólo para los miembros del partido –aunque éstos sean bastante numerosos– no es, para nada, libertad. La libertad es siempre la libertad de aquéllos que piensan diferente. De esta característica esencial de la libertad política depende todo lo que es aleccionador, pleno y purificante, y no de algún fanático concepto de la justicia. Si la ‘libertad’ se vuelve un privilegio especial, sus efectos se desvanecen”.

Janine tomó el tren a Moscú para comprar oro. El oro valía allá una tercera parte de su costo en Polonia. Al dejar atrás la estación Bielorusski, eventualmente encontró los callejones donde los joyeros autorizados tenían anillos para vender. Siempre había una larga fila de otras mujeres “extranjeras” que esperaban comprar. En razón de la ley y el orden cada una de estas mujeres llevaba un número con gis en la palma de la mano, que indicaba su lugar en la cola. Un policía era quien dibujaba los números. Cuando por fin Janine llegó hasta el mostrador preparó sus rublos y compró tres anillos de oro.

De camino a la estación, le atrapó la mirada el objeto que quiero enviarte, Rosa. Le costó apenas 50 kopek. Lo compró en el vuelo del momento, porque le hizo ilusión. Éste podría conversar con sus plantas metidas en macetas.

Tuvo que esperar mucho tiempo en la estación para tomar el tren de regreso. Como lo supiste en tu época, estas estaciones rusas se volvieron campamentos para los pasajeros que esperaban largo tiempo. Janine se puso uno de sus anillos en el cuarto dedo de la mano izquierda, y los otros dos se los escondió en sus partes íntimas. Cuando el tren arribó y ella se trepó, un soldado le ofreció un asiento en un rincón. Suspiró con alivio –podría dormir un poco. No tuvo problemas en la frontera.

En Zamosc vendió los anillos por el doble de la suma que pagó por ellos, y aun así eran considerablemente más baratos que cualquiera que se pudiera comprar en una tienda polaca. Después de deducir el boleto del tren, Janine había logrado una ganancia inesperada.

El objeto que quiero enviarte, lo colocó en el quicio de la ventana de su cocina.

Este objeto tiene algo de enciclopédico. Diderot explicó así, en 1750, la enciclopedia que justo acababa de ayudar a concretar: “El objetivo de una enciclopedia es ensamblar todo el conocimiento esparcido por la superficie de la Tierra, con el fin de demostrar el sistema general a la gente que vendrá después de nosotros, de tal modo que los esfuerzos de los siglos pasados no sean inútiles para los siglos venideros, para que nuestros descendientes se vuelvan más letrados, puedan ser más virtuosos y más felices...”

Es una caja de cartón delgado, del tamaño de una cuartilla antigua [de las conocidas como cuartos. Su medida es de 23x30 centímetros]. Impreso en su tapa está un grabado a color del pájaro conocido en Europa central como papamoscas collarino, y debajo hay dos palabras en cirílico ruso: pájaros cantores.

Abre la tapa. Adentro hay tres hileras de cajas de cerillos, seis cajas por hilera. Y cada caja tiene un etiqueta con el grabado en colores de un pájaro cantor diferente. Dieciocho cantores diferentes. Y debajo de cada grabado, en letra muy pequeña, está el nombre del pajarito en ruso. Tú que escribiste furiosamente en ruso, polaco y alemán habrías podido leerlos. Yo no puedo. Tengo que adivinar a partir de mi vaga memoria de cuando he observado pájaros alguna vez.

Es extraña la satisfacción de identificar un pájaro vivo mientras vuela o desaparece tras unos setos, ¿no crees? Implica una momentánea y peculiar intimidad, como si en ese momento de reconocimiento uno se dirigiera al pájaro –pese al estruendo o las confusiones de otros incontables eventos– por su particular apodo: ¡aguzanieves!, ¡aguzanieves!

De los 18 pájaros en las etiquetas, reconozco tal vez cinco.

Las cajas están llenas de cerillos con cabeza verde. Sesenta en cada caja. Lo mismo que los segundos en un minuto y los minutos en una hora. Cada uno es una flama potencial.

“La moderna clase proletaria”, escribiste, “no desarrolla su lucha de acuerdo con el plan establecido en algún libro o teoría: la actual lucha de los trabajadores es parte de la historia, es parte del progreso social. Y en el centro de la historia, en el centro del progreso, en medio de la lucha, es que aprendemos cómo debemos luchar”.

En el interior de la tapa de la caja de cartón hay una breve nota explicativa (era la URSS de la década de los 70) dirigida a los coleccionistas de cajas de cerillos (los filumenistas, como se les conoce).

La nota brinda la siguiente información: en términos evolucionarios los pájaros preceden a los animales. En el mundo actual existe un estimado de 5 mil especies de pájaros. En la Unión Soviética hay 400 especies de pájaros cantores. Por lo general son los pájaros machos los que cantan. Los pájaros cantores han desarrollado cuerdas vocales en el fondo de sus gargantas, por lo común anidan en los arbustos, en los árboles o en el suelo, y son de gran ayuda para la agricultura cerealera porque comen y, por ende, eliminan hordas de insectos. Recientemente se han identificado tres nuevas especies de gorriones cantores en áreas remotas de la Unión Soviética.

Janine guardaba su caja en el quicio de la ventana de la cocina. Le daba placer, y en el invierno le recordaba del canto de los pájaros.

Cuando te encarcelaron por oponerte con vehemencia a la Primera Guerra Mundial, escuchabas a un carbonero, un herrerillo azul que siempre se quedaba cerca de tu ventana. “Venía con los otros a ser alimentado, y diligente cantaba su graciosa cancioncita: tsii-tsii-bey. Sonaba como la broma traviesa de un niño y siempre me hacía reír y yo le contestaba con el mismo llamado. Luego el pájaro se desvaneció con los demás, a principios de este mes, sin duda para hacer nido en otra parte. No vi ni escuché nada por semanas. Pero ayer sus bien conocidas notas vinieron de repente del otro lado del muro que separa nuestro patio de otra sección de la prisión; había alterado su canto considerablemente porque ahora cantaba tres veces seguidas en rápida sucesión: tsii-tsii-bey, tsii-tsii-bey, tsii-tsii-bey y luego se quedaba callado. Y eso se me metió al corazón, porque era tanto lo que me transmitía en este apresurado canto desde la distancia –toda la historia de la vida de los pájaros”.

Tras varias semanas Janine decidió poner la caja en la alacena debajo de la escalera. Pensó que esta alacena sería una suerte de refugio, lo más cercano a una bodega, y en ella guardó lo que ella llamaba su reserva. La reserva consistía en una lata de sal, una lata de azúcar para cocinar, una lata más grande de harina, un paquete de kasha(sémola o gachas de trigo sarraceno, cebada, centeno o trigo) y cerillos. La mayoría de las amas de casa polacas mantenían un guardado como medio de supervivencia mínima para el día en que, repentinamente, las tiendas ya no tuvieran nada en sus estantes, debido a alguna crisis nacional.

Una crisis así llegó en 1980. De nuevo comenzó en Dansk, donde los trabajadores se fueron a la huelga en protesta contra el alza en el precio de los alimentos, y su acción hizo nacer el movimiento nacional conocido como Solidarnosc [Solidaridad] que derrocó al gobierno.

“La moderna clase proletaria”, escribiste, “no desarrolla su lucha de acuerdo con el plan establecido en algún libro o teoría: la actual lucha de los trabajadores es parte de la historia, es parte del progreso social. Y en el centro de la historia, en el centro del progreso, en medio de la lucha, es que aprendemos cómo debemos luchar”.

Cuando Janine murió en 2010, su hijo Witek encontró la caja en la alacena debajo de las escaleras y la trajo a París, donde ha estado trabajando como plomero y albañil. Un día me la trajo y me la dio. Somos viejos amigos. Nuestra amistad comenzó jugando cartas juntos, de tarde en tarde. Jugábamos un juego ruso y polaco conocido como Imbecile. En él gana el jugador que pierda primero todas sus cartas. Witek adivinó que la caja me dejaría pensando.

Uno de los pájaros de la segunda fila de cajas de cerillos lo reconocí como un pardillo, por su pico rosado y sus dos estrías blancas en la cola. ¡Tsuuiit. Tsuuiit! A veces varios de ellos lo cantan a coro desde las copas de los arbustos.

“El que más ha logrado restaurarme a la razón es un amiguito cuya imagen les mando en un sobre. Este camarada que sostiene su pico, con gallardía, con su frente en alto y ojos de saberlo todo es llamado Hippolais hippolais, que en lenguaje cotidiano es el zarcero común”.

Estás presa en Poznan en 1917 y continúas tu carta diciendo: “este pájaro es un bicho raro. No canta una sola canción o una sola melodía como los otros pájaros, sino que es un orador público por la gracia de Dios, y se echa para adelante para hacer sus discursos en el jardín y lo hace con voz muy fuerte y plena de emoción dramática, brincándose las transiciones, buscando pasajes hasta llegar al arrebato. Parece plantearnos cuestiones imposibles, y luego se apresura y se responde solo, con sinsentidos, haciendo las aseveraciones más audaces, refutando acalorado opiniones que nadie ha expresado, para salir volando por entre esas puertas abiertas de par en par y de repente exclama triunfal: ‘¿no te dije, no te dije?’ Y de inmediato le advierte a todos, lo quieran escuchar o no: ‘¡te lo dije, te lo dije!’ (Tiene el sagaz hábito de repetir cada uno de sus agudas observaciones dos veces.)”

La caja del zarcero, Rosa, está llena de cerillos.

“Las masas”, decías en 1900, “en realidad son su propio líder, creando dialécticamente sus propios procedimientos de desarrollo”.

Cómo te puedo enviar esta colección de cerillos a ti. Si los matones que te asesinaron tiraron tu cuerpo mutilado a un canal en Berlín. Lo encontraron en el agua estancada tres meses después. Algunos dudaron de que fuera tu cadáver.

Puedo enviártela escribiendo estas páginas en estos oscuros tiempos.

“Yo fui, yo soy, yo seré”, dijiste. Vives en tu ejemplo para nosotros, Rosa. Y aquí está, te la estoy enviando a tu ejemplo.

John Peter Berger (Londres, 1926) es un crítico de arte, pintor y escritor. Entre sus obras más conocidas están G., ganadora del prestigioso Booker Prize en 1972 y el ensayo de introducción a la crítica de arte,Modos de ver, texto de referencia básica para la historia del arte.

Traducción para La Jornada: Ramón Vera Herrera.
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Estamos remodelando nuestro nido para que se vea un poco más ordenado. Carancheando de a poco, esperamos tenerlo listo pronto.
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