La cinta blanca
Das weisse Band, 2009. Dirección y guión: Michael Haneke. Fotografía: Christian Berger. Edición: Monika Willi. Diseño de producción: Christoph Kanter. Interpretación: Burghart Klaussner, Ernst Jacobi, Christian Friedel, Leonie Benesch, Ulrich Tukur, Ursina Lardi, Fion Muteri, Maria-Victoria Dragus, Leonard Proxauf. Países: Alemania, Austria, Francia, Italia.
La película está realizada en un sobrio blanco y negro. Una voz opresiva en off (la de Ernst Jacobi) relata los extraños y dudosos episodios que presenció hacia 1913/4 en el pueblo alemán de Eichwald, donde en su juventud se desempeñó como maestro (convincente Christian Friedel), y fue junto a su novia Eva (la dulce y expresiva Leonie Benesch) de los pocos personajes rescatables de los sombríos habitantes de esa localidad de ficción.
El relator refiere con bastante ambigüedad varios hechos ominosos que ocurrieron en ese lugar: el accidente del médico mientras cabalgaba, una mujer que muere aplastada en una serrería, el cruel castigo que recibe el pequeño hijo del barón-terrateniente, el sorpresivo incendio de un granero y un niño idiota maltratado hasta quedar al borde de la ceguera. No se puede descubrir al culpable de estos delitos. Sólo sale a luz que el hijo de la mujer muerta responsabiliza del siniestro al barón por las pésimas condiciones de seguridad del establecimiento, y como venganza le destroza parte de la cosecha de coles.
La narración marcha a los saltos, pues las escenas son interrumpidas por tajantes elipsis que siembran la duda y el misterio dado que sólo aparece parte del suceso —en una clave emparentada con su magistral Caché: Escondido (2005)—. La fotografía austera, nada virtuosa, de Christian Berger —en el estilo del gran Sven Nykvist, el iluminador preferido de Bergman—registra tomas fraccionadas, en las cuales permanecen fuera de cuadro varios personajes y escenarios. Y entre esos claroscuros emerge el horror: padres autoritarios que castigan con brutales palizas a sus hijos y someten a sus esposas, un espíritu religioso que bordea lo patológico y es verbalizado a través de las severas sentencias de un pastor (impecable Burghart Klaussner), la violenta expoliación que inflige el terrateniente a sus trabajadores, el incesto escondido tras una fachada de moral intachable, y la sospecha de un posible adulterio por parte de la baronesa.
Es un verdadero descenso a las tinieblas de la existencia humana, que evoca filmes como La señorita Julia (1951), de Alf Sjöberg, por su tensión dramática; los de Robert Bresson, por su ascetismo y distanciamiento; El demonio nos gobierna (1949), del citado Ingmar Bergman, por su sentido metafísico. Y aunque La cinta blanca —símbolo de la pureza— esparce connotaciones sociológicas e históricas, es indudable que en esa población está enquistado el Mal, pero no como algo inasible y sobrenatural, sino que subyace en las entrañas de los lugareños, sobre todo en los chicos, que en respuesta a tanta vejación se han transformado en auténticos malvados.
La película finaliza con el inicio de la Primera Guerra Mundial, que produjo atrocidades como la guerra de trincheras y el gas mostaza: no podía ser de otra manera, el anquilosado imperio austrohúngaro estaba socialmente clausurado. Como también es previsible que esos chicos luego participaran en la gestación del nacional socialismo.
Sin embargo, en esta nueva obra maestra de Haneke —recordemos, además, sus dos Funny Games (1997 y 2007) y La pianista (2001)—, hay un elemento esclarecedor que tal vez pueda englobar todas sus otras lecturas: una salvaje explotación económica que sólo puede conducir a la barbarie y a la absoluta ausencia de sentimientos.
Germán Cáceres
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