El doctor Castelli

El que fuera representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú admite que compartió la perplejidad de los soldados bajo su control, y se reprocha su soberbia y despreciable fatuidad, al volver la mirada a los inicios de una guerra de hispanoamericanos contra hispanoamericanos, por no divulgar entre jefes, oficiales y tropa bajo su control la más espléndida máxima de San Agustín: La misión de la Iglesia no es liberar a los esclavos, sino hacerlos buenos.


El acusado ruega al señor escribano haga constar que menospreció la más espléndida enseñanza de San Agustín, y que, sin embargo, tiene la pretensión que sabe fatua y soberbia, de defender la verdad. La suya al menos. Hágase constar, donde sea, que el acusado proclamó, desde las gradas de Kalassassaya, en Tiahuanaco, la libertad del indio, cumpliendo órdenes que recibió de la Primera Junta. Hágase constar que los señores mineros y los señores encomenderos por merced real, que cobran tributo de por vida a los indios, y que se flagelan en la negra noche de Semana Santa, en las calles de piedra de ciudades de piedra y plata, deploraron la abrupta manumisión del indio, y el señor obispo Lasanta, que habló por esa caudalosa aristocracia, dijo que el doctor Castelli y sus compañeros son malditos del Eterno Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

El doctor Castelli, en su nombre, y en el de sus compañeros, ausentes con excusa, ruega se haga constar que él y sus compañeros soportan la maldición de la Santísima Trinidad con la misma resignación que el trigo acepta, molido, volverse harina; la harina, pan; el pan, alimento de viejos y jóvenes, mujeres y chicos; y el alimento, materia excremencial.

El acusado, que vio a sus jueces orar a la madre de Dios, y flagelarse, crucificados, y morder el polvo de una ciudad que no es Jerusalén, las bocas rayadas por el freno, ruega se haga constar que se abstiene de preguntar qué bocas besaban las bocas rayadas por el freno y qué dulces depravaciones ocurren en las camas porteñas de los que, en el Norte, se flagelan y oran, crucificados, a la madre de Dios.

¿Desean, tal vez, los señores jueces, que el que fuera representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú revele el misterio de ese nocturno rito penitencial, de esa exasperada escenificación del Calvario?

Castelli cree escuchar que le preguntan si tiene algo que agregar al testimonio de los señores Viamonte, Luzuriaga, Montes de Oca, Basavilbaso y Valera. Castelli, que se pone de pie, el cuerpo envuelto en una capa azul que huele a bosta y sangre, y las piernas enfundadas en las botas que se calzó una remota noche de mayo para deshacer un mazo de barajas españolas, mira la pila de hojas en blanco que yace sobre su pupitre de escolar, y mueve la cabeza, de izquierda a derecha, la boca muda, para que se sepa que dice no.

La revolución es un sueño eterno, Andrés Rivera

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