La humillación de los Northmore

Cuando murió lord Northmore, las alusiones públicas al suceso adoptaron, en su su mayor parte, una forma un tanto plúmbea y de compromiso. Había desaparecido una gran figura política. Se había apagado una luminaria de nuestro tiempo en mitad de su carrera. Se había anticipado el fin de una gran utilidad, que en buena parte quedaba, de todos modos, insignemente ejercida. La nota de grandeza, en toda la línea, sonaba, en suma, con fuerza propia, y la del fallecido evidentemente se prestaba muy bien a figuras y florituras, la poesía de la prensa diaria. Los periódicos y sus compradores cumplieron con lo que el caso pedía: lo compusieron con pulcritud y magnificencia, aunque quizá con mano un poco violentamente expeditiva, sobre el coche fúnebre, acompañaron debidamente al vehículo por la avenida y luego, viendo que de repente el tema se había agotado, pasaron a lo siguiente de la lista. Su señoría había sido una de esas personas de las que -ahí estaba la cosa- no hay casi nada que contar aparte de la flamante monotonía de su éxito. Ese éxito había sido su profesión, sus medios lo mismo que su fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni de hecho toleraba, otro análisis. De la política, de la literatura, de la tierra, de unos modales zafios y muchos errores, de una mujer flaca y tonta, dos hijos manirrotos y cuatro hijas sosas, de todo había sacado el máximo provecho, como podría haberlo sacado prácticamente de lo que fuera. Algo había habido en lo más profundo de su ser que lo conseguía, y su viejo amigo Warren Hope, la persona que le conoció primero, y es probable que en conjunto mejor, no alcanzó nunca, en todo aquel tiempo, a averiguar por curiosidad qué. Era un secreto que, a decir verdad, este competidor claramente rezagado no había desvelado ni para su satisfacción intelectual ni para su uso imitativo; y había como un tributo a eso en su memoria de decir, la víspera de las honras fúnebres, dirigiéndose a su mujer y tras silenciosa reflexión: «Tengo que acompañarle, qué caramba. Tengo que ir al entierro.»


En un primer momento la señora Hope se limitó a mirar a su marido con muda preocupación. «No tengo paciencia contigo. Estás tú mucho más enfermo de lo que él haya estado nunca.»

-¡Bueno, pero mientras eso no signifique más que ir a los entierros de los demás...!

-Significa que me destrozas con esa caballerosidad exagerada, con ese negarte siempre a pensar en tu propio interés. Se lo has estado sacrificando desde hace treinta años, una y otra vez, y yo creo que de este último sacrificio -que puede ser el de tu vida-, estando como estás, se te podría absolver.

-En efecto, perdió la paciencia.- ¿Ir al entierro... , con el tiempo que hace..., después de cómo se portó contigo?

-Cariño, lo de cómo se portó conmigo -repuso Hope- es un invento de tu ingeniosa mente..., de tu lealtad demasiado apasionada, de tu hermosa lealtad. Lealtad a mí, quiero decir.

-¡Por supuesto que la lealtad a él -declaró ella- te la dejo a ti!

-Lo cierto es que era mi amigo más antiguo, el primero. Tampoco estoy tan mal... salgo; y quiero portarme como es debido. El hecho es que no rompimos nunca... siempre estuvimos unidos.

-¡Y tanto! -rió ella en medio de su amargura-. ¡Bien se cuidó él de eso! Jamás reconoció tus méritos, pero jamás te dejó escapar. Tú le tenías aupado y él te tenía pisado a ti. Te sacó el jugo hasta la última gota, y luego fuiste el único que se quedó preguntándose, con tu increíble idealismo y tu incorregible modestia, cómo se las había arreglado un tonto así para subir. Subió porque tú le llevabas a cuestas. Tú, ingenuo, se lo preguntas a los demás: «¿En qué consistía su don?» Y los demás son tan imbéciles que tampoco tienen la menor idea. ¡Tú eras su don!

-¡Y tú eres el mío, querida! -exclamó su marido estrechándola contra sí, más alegre y resignadamente. Al día siguiente acudió en un «especial» a la inhumación, que tuvo lugar en la propia hacienda del gran hombre y en la propia iglesia del gran hombre. Pero acudió solo -es decir, acompañado por una asamblea numerosa y distinguida, la flor de la demostración gregaria unánime; su esposa no quiso ir con él, aunque le preocupaba que viajase. Pasó las horas intranquila, atenta al estado del tiempo y temiendo al frío; deambulaba de cuarto en cuarto, deteniéndose distraídamente junto a las plomizas ventanas, y antes de que él volviera había pensado en muchas cosas. Era como si, mientras él veía cómo sepultaban al gran hombre, ella también, a solas, en el hogar reducido de sus últimos años, se viera ante una fosa abierta. En ella depositó con sus débiles manos el penoso pasado y todos los sueños comunes muertos y las cenizas acumuladas de los dos. La pompa que rodeaba a la extinción de lord Northmore le hacía sentir más que nunca que no había sido Warren el que sacara provecho de nada. Había sido siempre lo que seguía siendo, el hombre más inteligente y más trabajador que conocía; pero, a sus cincuenta y siete años, ¿qué había «sacado», como decía el vulgo, fuera del talento malgastado, la salud arruinada y la pensión mezquina? Lo que ponía estas cosas ante los ojos era el término de comparación que le bindaba fácilmente el esplendor, ahora escorzado, del dichoso rival de su marido. Como dichosos rivales de su propia y monótona unión había visto siempre a los Northmore; por lo menos los dos hombres habían empezado juntos, al salir de la universidad, hombro con hombro y -hablando en términos superficiales- con un bagaje muy parecido de preparación, ambición y oportunidad. Habían empezado en el mismo punto y queriendo las mismas cosas -pero queriéndolas de maneras muy distintas. Bien, pues el muerto las había querido de la manera en que se conseguían; pero había conseguido además, con el título de nobleza por ejemplo, las que Warren no quiso nunca: no había más que decir. No había más y, sin embargo, en la sombría, la extrañamente aprensiva soledad de aquellas horas, dijo ella mucho más de lo que yo puedo contar. Todo venía a parar en esto: que de algún modo y en alguna parte había habido una injusticia. Warren era el que debía haber triunfado. Pero ahora era ella la única persona que lo sabía, porque la otra se había ido con su conocimiento a la tumba.

La humillación de los Northmore
The Abasement of the Northmores, Henry James, 1900

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