Brasilia

Miércoles, 27 de julio. A las cinco me despiertan. No sin dificultad consigo, a tiempo, el desayuno. A las siete en punto voy al aeropuerto, y a las siete y pico estoy volando, rumbo a Brasilia. Desde lo alto veo cerros y algunos bosques; ya sobre Brasilia, tierra roja y casas altas, unas pocas, diseminadas. El camino del aeropuerto al hotel es largo; bordea un lago y, a la izquierda, las embajadas, que por ahora son una sucesión de terrenos baldíos con letreros blancos, cada uno con el nombre de un país. Cuando pasamos frente al nuestro, el chofer grita: «¡Viva la Argentina!». Fotografío el desolado letrero. Brasilia está en una enorme meseta quebrada; no se ven montañas en la lejanía; el lugar es el valle de un río, con un lago; la tierra es roja; los árboles (no consigo saber cómo se llaman) son raquíticos y tienen, a mitad del tronco, una suerte de nido de hornero, de tierra roja (una bola de tierra, que rodea el tronco): «Ahí», me explican, «viven los tijú», pronúnciese tiyú, «un bisho que taladra». Llegamos por fin al extendido hotel, donde firmo un papel comprometiéndome a partir antes de la noche. El hotel no deja de ser lujoso, aunque rumbo al cuarto paso por corredores que dan a cubículos abiertos, desprovistos de puerta, donde se amontona la ropa sucia. Es curioso también que en un hotel en el desierto no haya nada en venta, salvo postales y «banderines- souvenirs». Para comprar cualquier cosa hay que ir a la ciudad libre, o núcleo bandeirante, pueblo de cuarenta mil personas que viven en casas de madera, situado a treinta y un kilómetros del hotel. Brasilia propiamente dicha consiste en cierto número de casas en construcción -no tan pocas, advierto, como parecen desde el aire-, muy distantes una de otra. Aquello tiene algo del sueño de arte moderno de un funcionario imaginativo; tal vez, de un demagogo imaginativo. Ignoro hasta qué punto la nueva capital es necesaria y cómo el consiguiente derroche afectará a la economía del Brasil; he podido corroborar que la gente obligada a mudarse de Río a Brasilia está resentida y triste. Dicen que destruir las costumbres, alterar la vida cotidiana de tanta gente, es criminal. Brasilia es una operación de sátrapa indiferente a los sentimientos de miles y miles de personas que formaron su vida en Río y deberán truncarla, para empezar de nuevo en otra parte; pero también es una operación demagógica, porque las multitudes, por ahora no afectadas directamente, están orgullosas, exaltadas de patriotismo. Brasilia es ambiciosa, futura, pobre en resultados presentes, incómoda. Para comprar un cepillo de dientes, el huésped del hotel recorrerá sesenta kilómetros, ida y vuelta, al núcleo bandeirante. En el único cinematógrafo, el habitante, gratuitamente menos mal, puede ver films de propaganda, o instructivos. Fotografié, no sé con qué resultado, casas dignas del peor (o del mejor, tanto da) Le Corbusier y a indios, con orejas de un palmo y perforadas, que hace tres años vivían como únicos pobladores en la zona. Vuelvo a Río. Aíta me reprocha el haberme ido ayer de la Academia, el haber comido con el embajador, el no estar hoy a su lado. Es impertinente y tonto -¡quién lo ignora!— pero, como yo no soy más vivo, lo invito a comer. Cuando los dejó (está con la hermana), camino un poco por la ciudad, contemplando las zaparrastrosas prostitutas. A las doce, en cama.

Adolfo Bioy Casares
Unos días en el Brasil (Diario de viaje)

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