Un espectro

Aquella noche, yo vi un espectro.

No sé si la palabra «espectro» es la correcta. Pero, como mínimo, aquello no era un ser vivo. No pertenecía a este mundo... Se apreciaba de una sola ojeada.


De pronto algo me despierta, abro los ojos y veo a aquella jovencita. Pese a ser medianoche, en la habitación reina una extraña claridad. Es la luz de la luna, que penetra a través de la ventana. Antes de acostarme había corrido las cortinas, pero ahora están abiertas de par en par. La silueta de la niña se recorta limpiamente en el claro de luna, bañada por una luz de una blancura ósea.

Debe de tener la misma edad que yo, unos quince o dieciséis años. Seguro que son quince, decido. Hay una gran diferencia entre los quince y los dieciséis años. Es menuda y delicada, pero yergue la espalda y no ofrece una impresión de fragilidad. Tiene el pelo liso, hasta los hombros, y el flequillo le cae sobre la frente. Lleva un vaporoso vestido de color azul claro. Ni largo ni corto. No lleva zapatos ni calcetines. Los botones de los puños están cuidadosamente abrochados. El escote del vestido, grande y redondo, le realza la bella línea de la nuca.

Está sentada frente a la mesa, con la barbilla apoyada en la palma de la mano y la vista clavada en un punto de la pared. Está pensando en algo. Nada complicado, al parecer. Más bien diría que se halla sumida en algún agradable recuerdo no muy lejano. De vez en cuando, una especie de sonrisa, aunque muy tenue, aflora a sus labios. Pero, oculta a la sombra de la luz de la luna, desde donde yo estoy, no puedo apreciarlo al detalle. Finjo dormir. No quiero estorbada, esté haciendo lo que esté haciendo. Contengo el aliento, trato de pasar inadvertido.

Es evidente que se trata de un «espectro». En primer lugar, es demasiado hermosa. No se trata sólo de que posea bellas facciones. Toda ella es demasiado perfecta para ser real. Parece salida de un sueño. Su belleza pura me provoca un sentimiento de tristeza. Un sentimiento muy natural. Pero, por más natural que sea, es una sensación que nada normal y corriente podría despertar.

Me acurruco entre las sábanas, contengo la respiración. Ella sigue con el codo hincado en la mesa, sin cambiar de postura. De vez en cuando desplaza un poco la barbilla dentro de la palma de la mano, y el ángulo de su cabeza cambia de forma casi inapreciable. Es el único movimiento que se percibe en el interior de la habitación. La gran planta que hay junto a la ventana brilla en silencio bañada por la luz de la luna. No corre aire. A mis oídos no llega sonido alguno. Me siento como si, sin darme cuenta, me hubiese muerto. He muerto y me he hundido con ella en el fondo de un lago volcánico.

De improviso, ella aparta el codo de encima de la mesa y apoya ambas manos sobre las rodillas. Por el dobladillo asoman un par de rodillas blancas. Y ella, como si se le hubiese ocurrido de súbito una idea, deja de contemplar la pared, cambia de posición y mira hacia donde yo me encuentro. Se lleva la mano a la frente y se toca el flequillo. Sus dedos delgados, tan juveniles, se posan un instante sobre su frente como si rebuscasen algún recuerdo en la memoria. Me está mirando. Mi corazón late con un sonido seco. Pero, cosa extraña, no tengo la sensación de ser yo el observado. Tal vez no me esté mirando a mí, sino más allá de mí.

En el fondo del lago volcánico donde ella y yo nos hemos hundido todo es silencio. El volcán hace mucho tiempo que está inactivo. Capas de soledad se acumulan en su fondo como un suave lodo. La tenue luz que penetra en las profundidades irradia una luz blanca que induce a pensar en reminiscencias de recuerdos lejanos. En el abismo no hay señales de vida. ¿Cuánto tiempo permaneció la niña mirándome, a mí o al lugar donde me encontraba yo? Me doy cuenta de que he perdido la noción del tiempo. Aquí, a instancias de las necesidades de la mente, el tiempo se expande, o bien se contrae. Pero ella, al final, sin previo aviso, se levanta de la silla y se encamina hacia la puerta con pasos silenciosos. La puerta no se abre. Pero ella desaparece, sin hacer ruido, a través de ella.

Permanezco inmóvil entre las sábanas. Los ojos entreabiertos, inmóvil. Ella aún puede volver. Pienso. ¡No! Lo que yo quiero es que vuelva. Pero, por más que la espero, no regresa. Levanto la cabeza y miro las agujas fosforescentes del despertador. Son las tres y veinticinco. Salto de la cama y palpo la silla donde ha estado sentada. No queda rastro de calor. Miro encima de la mesa. ¿No habrá dejado tras de sí aunque sólo sea un cabello? No encuentro nada. Me siento en la silla, me froto la mejilla con la palma de la mano y exhalo un largo suspiro.

No puedo dormir. Dejo la habitación a oscuras y me escurro entre las sábanas. Pero no logro conciliar el sueño. Comprendo que la enigmática niña ejerce un extraño poder de atracción sobre mí. Jamás había experimentado nada parecido. Tengo la sensación real de que algo que posee un poder salvaje ha brotado en mi corazón, ha echado raíces en él y ahora está creciendo con fuerza. Encerrado en la jaula de mi caja torácica, un corazón ardiente se dilata y se contrae desvinculado de mi voluntad.

Vuelvo a encender la luz y, sentado en la cama, espero a que amanezca. No puedo leer, no puedo escuchar música. No puedo hacer nada. Lo único que puedo hacer es quedarme así, aguardando a que llegue la mañana. Una vez que el cielo se ha teñido de una tonalidad lechosa, logro, finalmente, dormir un poco. Por lo visto, he llorado en sueños. Al despertarme, la almohada estaba mojada y fría. Pero no sé por qué razón he vertido esas lágrimas.

Kafka en la orilla, de Haruki Murakami

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