La guerra del fútbol

A mediados de 1969 un partido de fútbol por las eliminatorias para México '70 desató una guerra de cien horas entre Honduras y El Salvador, que dejó seis mil muertos y veinte mil heridos. El polaco Ryszard Kapuscinski la denominó "La guerra del fútbol", y la hizo conocer mundialmente en una de sus memorables crónicas.


Iba envuelto en una oscuridad total, densa, espesa e impenetrable, como si una venda negra me cubriera los ojos; no podía ver nada en absoluto, ni siquiera mis propios brazos, extendidos hacia adelante. El cielo debía de haberse cubierto de nubes, pues habían desaparecido las estrellas, y en ninguna parte se veía luz alguna.

Estaba solo en medio de una ciudad extraña y desconocida, que no podía ver y que parecía haber quedado sepultada bajo tierra. Un silencio cargado de tensión lo envolvía todo; la ciudad había enmudecido como si la hubieran hechizado, ni una sola voz, ningún sonido llegaba de ninguna parte. Caminaba hacia adelante, palpando, como un ciego, las paredes, las cañerías de desague y las rejas de los escaparates. Me percaté de que mis pasos retumbaban sobre la acera, así que empecé a andar de puntillas y con sumo sigilo. De pronto, mi mano dio en el vacío: no había más pared; debía de haber llegado al final de la manzana. ¿Habría salido a una plaza? ¿O tal vez se trataba del final de un terraplén y tenía delante un precipicio? Palpé el suelo con los pies. ¡Asfalto! Estaba en medio de una calzada. Crucé al otro lado y volví a pegar me al muro. Perdido, sin saber dónde quedaba Correos ni dónde estaba el hotel, seguí avanzando. De repente oí un estruendo ensordecedor, sentí que perdía el equilibrio y me desplomé sobre la acera.

Había volcado un cubo de basura de hojalata.

En aquel tramo, la calle debía de bajar en pendiente, porque el cubo rodó con estrépito durante un buen rato. En ese momento oí abrirse muchas ventanas, de donde me llegaban unos susurros llenos, de terror: "¡Silencio! ¡Silencio!", voces ahogadas de una ciudad que quería que aquella noche el mundo se olvidara de ella, que deseaba sumirse en la oscuridad y el silencio, que se defendía de ser desenmascarada. A medida que se alejaba, vacío, el cubo de basura calle abajo, se abrían más y más ventanas y se repetían los susurros de "¡Silencio!, ¡silencio!", suplicantes unos, furiosos otros. Pero no había manera de detener al monstruo de hojalata, que rodaba por las desiertas calles como enloquecido, chocando con estrépito contra los adoquines, las farolas y los bordillos. Aterrorizado y empapado en sudor, me tendí sobre la acera, pegándome a ella como una lapa. Temía que empezasen a dispararme. Había cometido un acto de traición contra la ciudad. El enemigo podía haber oído el ruido del cubo de basura y así localizar la situación de Tegucigalpa que, en semejante oscuridad y silencio, no había manera de detectar. Pensé que no me quedaba más que una salida: huir, largarme de allí lo más lejos posible. Me levanté de un salto y eché a correr. Me dolía la cabeza debido al fuerte golpe que me había dado al caer sobre la acera. No obstante, seguí corriendo como un poseso hasta que tropecé con algo y volví a caer de bruces. Sentí el sabor de la sangre en la boca. Me levanté y me apoyé contra una pared. El cerco de los muros se cerraba sobre mí, un ser indefenso, acorralado por una ciudad que ni siquiera podía ver. Agucé la vista en espera de la luz de las linternas, convencido de que me seguirían para darme caza. Atraparían al intruso que había infringido la última orden dada en esta guerra, orden que prohibía a todo el mundo salir a la calle durante la noche. Pero no ocurrió nada; todo estaba sumido en un silencio sepulcral y la más absoluta oscuridad. Seguí a tientas mi incierto camino, con los brazos extendidos, perdido en el laberinto de las calles, magullado, sangrando y con la camisa hecha jirones. Debía de llevar allí siglos enteros, seguramente había llegado ya hasta el fin del mundo. De repente cayó un aguacero, una violenta tormenta tropical. Por un instante un rayo iluminó la ciudad fantasma. Me vi en medio de unas calles que me eran completamente desconocidas, vi unos edificios viejos y míseros, una casa de madera, un farol, el empedrado. Todo desapareció en una fracción de segundo. Sólo se oía el ruido de la lluvia y, de cuando en cuando, los bandazos del viento. Temblando de frío y empapado, permanecí inmóvil durante un rato, sacudido por escalofríos. Palpé el muro hasta encontrar la entrada de un portal, donde me refugié del aguacero. Acurrucado entre el muro y el portal, intenté dormir, pero no lo logré.

De madrugada me encontró allí una patrulla del ejército.

- Estúpido, insensato -me dijo un sargento con cara de sueño-, ¿dónde te metes en una noche de guerra?

Me contemplaban con miradas llenas de sospecha; querían llevarme a la comandancia de la ciudad. Por suerte llevaba encima mi documentación y pude explicarles lo que había pasado. Me acompañaron al hotel. Durante el camino, el sargento me dijo que los combates no habían dejado de librarse durante toda la noche, pero como el frente estaba lejos, en Tegucigalpa no se podían oír los disparos.

Ryszard Kapuscinski

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